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domingo, 3 de octubre de 2010

Caminando por el mundo


Por Paulo Coelho
El Alquimista
Enseñanzas en las veredas


“Las terribles consecuencias de los pensamientos negativos se perciben demasiado tarde. Pero haciendo que, a través del dolor, se manifiesten en el plano físico, nos damos cuenta del mal que nos causan, y acabamos evitándolos”.


Después de una agotadora mañana dando charlas para niños, voy a comer con una amiga abogada, Shelley Mitchell. En el restaurante. Nos sentamos a una mesa al lado de un hombre bebido, que insiste en querer hablarnos, y nos comenta que su mujer lo ha abandonado y que ya no sabe qué hacer en la vida.


En un momento dado, Shelley le pide al borracho que pare. Pero él no desiste:
-¿Por qué? He hablado de amor como un hombre sobrio nunca lo haría. He mostrado alegría y tristeza, y he intentado comunicarme con extraños. ¿Qué hay de malo en esto?
-El momento no es el más adecuado –responde ella-.
-¿Me está diciendo que existe una hora más apropiada para sufrir de amor?
Después de esta frase, invitamos al borracho a nuestra mesa.

Río de Janeiro
En la época en la que yo practicaba meditación zen, había un momento en el que el maestro iba al rincón del dojo (el lugar donde los discípulos se reunían) y regresaba con una varilla de bambú. Todos los alumnos que no habían logrado concentrarse bien tenían que levantar la mano en este momento; el maestro se les acercaba, y les daba tres golpes en cada hombro.

El primer día, esto me pareció medieval y absurdo. Más tarde, entendí que muchas veces se hace necesario traer al plano físico el dolor espiritual, para ver el mal que este causa. En el Camino de Santiago, aprendí un ejercicio que consistía en clavar la uña del índice en el pulgar cuando pensase en algo perjudicial. 

Las terribles consecuencias de los pensamientos negativos se perciben demasiado tarde. Pero haciendo que, a través del dolor, se manifiesten en el plano físico, nos damos cuenta del mal que nos causan, y acabamos evitándolos.

San Martín de Unx
Camino por una aldea desierta en España, y escucho una banda de música. Es un día festivo, y todos se están divirtiendo en una fiesta en una casa particular –menos yo–. Estoy solo, y no tengo con quién hablar. Hace cuatro meses que viajo promocionando mis libros, y me estoy preguntando si al final de cuentas merece la pena todo esto –si no debería dejarlo todo ahora–, y volverme a Brasil. Las calles de la aldea son estrechas, anochece, y la soledad se torna más difícil de soportar.

De repente, escucho la voz de un hombre cantando; debe de ser el único de la ciudad que no ha ido a la fiesta.
–¿Por qué?– me pregunto a mí mismo –¿Será que los demás lo rechazan? ¿Será que a él no le gustan las fiestas?
Consigo entender algunos versos de su canción:
En estos días todos los vientos del mundo.
Soplan en la dirección del que sueña.
En estos días la lluvia siempre dibuja.
El rostro del que amamos.

Anoto los versos en un cuadernillo que a veces llevo conmigo. Nunca conoceré a este hombre. Nunca sabré cómo es su rostro ni cuál es su edad. Y él nunca sabrá que, en esta tarde tan fría, me enseñó que yo no estaba solo, y me devolvió la alegría y el valor.
Texto retirado de: La Revista

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