La mascota del blog

domingo, 30 de octubre de 2011

Sobre animales e insectos

Por Paulo Coelho 

El Alquimista


El ateo y el oso
Sería hipócrita por mi parte cambiar de idea solo porque estoy a punto de morir: Durante toda mi vida enseñé que no existías, y debo ser fiel a mis convicciones hasta el final.

Una amiga, Cristina Martins, me envía la siguiente historia: Un ateo estaba paseando por un bosque, admirando todo lo que aquel “accidente de la evolución” había creado.
“¡Pero qué árboles más majestuosos, qué poderosos ríos, qué bellos animales!  ¡Y todo esto ha sucedido por casualidad, sin ninguna interferencia de nadie! ¡Solo las personas débiles e ignorantes, por miedo a no conseguir explicar sus propias vidas y el universo, tienen la necesidad de atribuir a una entidad superior toda esta maravilla!”
Cuando caminaba a lo largo del río, oyó un ruido en los arbustos que dejaba atrás. Se dio la vuelta para mirar, y vio a un corpulento oso, de dos metros de altura, que avanzaba hacia él. Sin pensarlo dos veces, echó a correr tan rápidamente como pudo; pero a medida que iba perdiendo el aliento, el oso se aproximaba cada vez más. Intentó aumentar su velocidad pero le fue imposible, y terminó tropezando y cayendo.
Rodó por el suelo e intentó levantarse, pero el oso ya estaba encima de él, sujetando su cuerpo con las garras afiladas: era el final de su vida.
Fue entonces que, en ese preciso momento en que no tenía ya nada más para perder, el ateo gritó al cielo: -¡Dios mío!
Y un milagro aconteció inmediatamente: el tiempo se detuvo, el oso se quedó sin reacción, el bosque se sumergió en silencio y hasta el río cesó de fluir. Poco a poco el ambiente comenzó a iluminarse y se escuchó una voz generosa que decía: -¿Qué es lo que quieres? Negaste mi existencia durante todos estos años, enseñaste a otros que Yo no existía y redujiste la Creación a un “accidente cósmico”. Consideraste que el mundo era una combinación de azar y necesidad, que las teorías científicas bastaban para explicarlo todo y que la religión era solamente una manera de engañar al pueblo. ¿Y ahora que estás en un apuro, recurres a Mí? Si Yo te ayudo, ¿cambiarás de idea?
El ateo respondió, mirando confuso hacia la luz que lo envolvía todo: -Sería hipócrita por mi parte cambiar de idea solo porque estoy a punto de morir. Durante toda mi vida enseñé que no existías, y debo ser fiel a mis convicciones hasta el final.
Y Dios preguntó: -Entonces, ¿qué esperas que haga?
El ateo reflexionó un poco, sabiendo que aquella discusión no podría durar para siempre. Finalmente dijo: -No puedo cambiar, pero el oso sí. Por lo tanto, os pido que transforméis a este animal salvaje, asesino, en un animal cristiano.
-Así lo haré-. Y en ese instante la luz desapareció, los pájaros del bosque volvieron a cantar y el río volvió a correr.
El oso salió de encima del hombre, hizo una pausa, bajó la cabeza y dijo, compenetrado:
-Señor, quiero agradecer Tu generosidad por este alimento que voy  a comer...

Chuang Tzu y la mariposa

El gran maestro taoísta Chuang Tzu, después de caminar mucho durante un día soleado se acostó debajo de una morera y cayó en un profundo sueño.
Comenzó a soñar que era una mariposa, paseando por los campos que acababa de recorrer, viendo las mismas cosas que había visto aquel día.
Se  despertó de repente  y se dijo a sí mismo: “Estoy ante el problema filosófico más complicado de mi vida. ¿Quién soy yo? ¿Soy un hombre que soñó que era una mariposa? ¿O soy una mariposa soñando que se transformó en un hombre?”.
Dibujo de: 
Texto retirado de: La Revista

domingo, 23 de octubre de 2011

La historia de Buda

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

El final

Animado por el alimento que acababa de tomar, él no dio importancia a la partida de los antiguos discípulos; se sentó junto a una higuera y continuó meditando sobre la vida y el sufrimiento. Para ponerlo a prueba, el dios Mara envió a tres de sus hijas, que procuraron distraerlo con pensamientos sobre el sexo, la sed y los placeres de la vida. Pero Sidarta estaba tan absorto en su meditación que no se dio cuenta de nada: en aquel momento él estaba pasando por una especie de revelación, recordando todas sus vidas pasadas. A medida que lo hacía, recordaba también las lecciones que había olvidado (ya que todos los hombres aprenden lo necesario, pero raramente son capaces de utilizar lo que aprendieron). En su estado de éxtasis, experimentó el Paraíso (Nirvana), donde “no hay tierra, ni agua, ni fuego, ni aire, que no es este mundo ni otro mundo, y donde no existe ni sol, ni luna, ni nacimiento, ni muerte. Allí está el fin de todo el sufrimiento del hombre”.
Al final de aquella mañana él había alcanzado el verdadero sentido de la vida y se había transformado en Buda (el iluminado). Pero en vez de permanecer en ese estado por el resto de sus días decidió regresar a la convivencia humana y enseñar a todos lo que había aprendido y experimentado.
Aquel que antes se llamaba Sidarta –ahora transformado en Buda– partió hacia la ciudad de Sarnath, donde se encontró con sus antiguos compañeros. Explicó que no fue feliz siendo un príncipe que lo poseía todo, pero que tampoco aprendió la sabiduría a través de la renuncia total.
Lo que el ser humano debía buscar para alcanzar el Paraíso era el llamado “camino del medio”: ni procurar el dolor ni ser esclavo del placer.
Los hombres, impresionados con aquello que oían de Buda, decidieron seguirlo. A medida que escuchaban la buena nueva, más discípulos se añadían al grupo, y Buda comenzó a organizar comunidades de devotos, partiendo del principio de que ellos podían ayudarse mutuamente en los deberes del cuerpo y del espíritu.
En uno de estos viajes regresó a su ciudad natal, y su padre sufrió mucho al verlo pidiendo limosna. Pero él besó sus pies diciendo: “Usted pertenece a un linaje de reyes, pero yo pertenezco a un linaje de Budas, y miles de ellos también vivían de limosnas”. El rey se acordó de la profecía que había sido hecha durante su concepción, y se reconcilió con Buda. Su hijo y su mujer, que durante muchos años se habían quejado de haber sido abandonados, terminaron por comprender su misión, y fundaron una comunidad dedicada a transmitir sus enseñanzas. Cuando estaba llegando a los ochenta años de edad comió un alimento en mal estado y supo que moriría de la intoxicación. Ayudado por los discípulos consiguió viajar hasta Kusinhagara, donde se acostó por última vez al lado de un árbol. Buda llamó a su primo, Ananda, y le dijo: “Estoy viejo, y mi peregrinación en esta vida se halla próxima a finalizar. Mi cuerpo se parece a un carruaje que ya fue muy usado y se mantiene funcionando apenas porque algunas de sus piezas están atadas con tiras de cuero. Pero ahora, basta, es el momento de partir”.
Después se dirigió a sus discípulos y quiso saber si alguien tenía alguna duda. Nadie dijo nada. Tres veces repitió la pregunta, pero todos permanecieron en silencio.
Dijo entonces sus últimas palabras: “Todo lo creado está sujeto a la decadencia y a la muerte. Todo es transitorio. La única cosa verdadera es: trabajad vuestra propia salvación con disciplina y paciencia”. Buda murió sonriendo. Sus enseñanzas, hoy codificadas bajo la forma de una religión filosófica, están esparcidas por toda Asia. Consisten en esencia en una profunda comprensión de sí mismo y un gran respeto por el prójimo.
Dibujo de: Dum (Edson Junior)
Texto retirado de: La Revista

domingo, 16 de octubre de 2011

La historia de Buda

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

Primera parte


Sidarta –cuyo nombre significa “aquel que alcanza su objetivo”– nació en una familia noble, alrededor del año 560 a.C., en la ciudad de Kapilavastu, en Nepal.

La leyenda dice que en el momento en que su madre hacía el amor con su padre, tuvo una visión: seis elefantes, cada uno con una flor de loto en el lomo, caminaban hacia ella. Un instante después, Sidarta era concebido.

Durante la gestación, la reina Maya, su madre, decidió convocar a los sabios de su reino para interpretar la visión que había tenido, y ellos fueron unánimes en afirmar que la criatura que estaba por llegar al mundo sería un gran rey y un gran sacerdote.

Sidarta vivía confinado entre los muros del palacio donde sus padres habitaban y donde todo parecía perfecto. Se casó, tuvo un hijo, y solo conocía los placeres y delicias de la vida.

Sin embargo, al cumplir 29 años, pidió a uno de los guardas que lo llevara hasta la ciudad. Sidarta fue tan insistente que el hombre terminó por ceder, y los dos salieron.

Lo primero que vieron fue un viejo mendigo pidiendo limosna.

Más adelante encontraron un grupo de leprosos y a continuación pasó un cortejo fúnebre. “¡Nunca había visto esto!” debió comentar con el guarda, que posiblemente replicara “Pues, se trata de vejez, enfermedad y muerte”. De regreso al palacio, se cruzaron con un hombre santo, con la cabeza rapada y cubierto apenas con un manto amarillo que decía: “la vida me aterroriza, por eso renuncié a todo para no tener que reencarnarme y sufrir nuevamente la vejez, la enfermedad y la muerte”.

A la noche siguiente, Sidarta esperó a que su mujer y su hijo estuvieran dormidos. Entró silenciosamente en el cuarto, los besó, y volvió a pedir al guarda que lo condujese fuera del palacio. Una vez allí le entregó su espada con un puño lleno de piedras preciosas y su ropa hecha del tejido más fino, y le pidió que devolviese todo a su padre. Se rapó la cabeza, cubrió su cuerpo con un manto amarillo y partió en busca de una respuesta para los dolores del mundo. Durante años vagó por el norte de la India, encontrándose con monjes y hombres santos y aprendiendo las tradiciones orales que hablaban de reencarnación, ilusión y pago de los pecados cometidos en vidas pasadas (karma). Cuando juzgó que ya había aprendido lo suficiente, se construyó un refugio en las márgenes del río Nairanjana, donde vivía haciendo penitencia y meditando.

Su estilo de vida y su fuerza de voluntad llamaron la atención de otros hombres en busca de la verdad, que vinieron a su encuentro para pedirle consejos espirituales. Pero después de seis largos años, todo lo que Sidarta podía percibir era que su cuerpo estaba cada vez más débil.

Cuenta la leyenda que, una mañana, al entrar en el río para hacer su higiene personal, ya no tuvo fuerzas para levantarse; cuando se iba a morir ahogado, un árbol curvó sus ramas para que él se agarrase y no fuese llevado por la corriente. Consiguió llegar hasta la orilla, donde se desmayó. Horas después, pasó por el lugar un campesino que vendía leche y le ofreció alimento. Sidarta aceptó, para horror de los otros hombres que vivían junto a él. Considerando que aquel santo no tuvo fuerzas para resistir la tentación, lo abandonaron. Pero él bebió de buen grado la leche, pensando que era una señal de Dios y una bendición de los cielos.

Dibujo de: Costa de Souza
Texto retirado de: La Revista

domingo, 9 de octubre de 2011

Aprender de lo negativo

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

Dos historias


El viejo incómodo
G. I. Gurdjeff fue una de las personalidades más intrigantes del pasado siglo. Bastante conocido entre los estudiosos del ocultismo, su faceta de gran conocedor de la psicología humana permanece, sin embargo, ignorada en nuestros días.

La historia que sigue ocurrió cuando él, ya viviendo en París, creó su famoso instituto para el desarrollo del ser humano.

Las clases estaban siempre bastante concurridas. Pero, entre los alumnos, había un viejo –siempre de mal humor– que no paraba de criticar lo que allí se enseñaba. Decía que Gurdjeff era un charlatán, que sus métodos no tenían base científica, y que el hecho de que él se considerase un “mago” no tenía nada que ver con su verdadera condición. Los alumnos se sentían incómodos con la presencia de aquel viejo, pero a Gurdjeff no parecía importarle.

Cierto día, este viejo abandonó el grupo. Todos se sintieron aliviados, suponiendo que a partir de entonces las clases serían más tranquilas y productivas. Sin embargo, para sorpresa de los alumnos, Gurdjeff se dirigió a la casa del hombre y le pidió que volviera a frecuentar el Instituto.

El viejo inicialmente se negó y solo aceptó cuando le fue ofrecido un salario para asistir a las clases.

La historia corrió con rapidez de boca en boca. Los estudiantes, irritados, querían saber cómo era posible que un maestro recompensara a alguien que no había aprendido nada.

-En realidad, yo le estoy pagando para que siga impartiendo sus clases –fue la respuesta.

-¿Cómo? –insistían los alumnos–. ¡Todo lo que él hace va totalmente en contra de lo que usted nos está enseñando!

-Exactamente –comentó

Gurdjeff–. Si él no estuviera por aquí, a vosotros os costaría mucho aprender lo que es la rabia, la intolerancia, la impaciencia, la falta de compasión.

»Sin embargo, con este viejo sirviendo como ejemplo vivo, mostrando que tales sentimientos convierten la vida de cualquier comunidad en un infierno, el aprendizaje es mucho más rápido.

»Vosotros me pagáis para aprender a vivir en armonía, y yo he contratado a este hombre para ayudar en la enseñanza... por el lado contrario.

Como alcanzar la inmortalidad
Joven aún, Beethoven se propuso escribir algunas improvisaciones sobre partituras de Pergolesi. Durante meses se dedicó a este trabajo y finalmente reunió el valor necesario para hacerlo público.

Un crítico escribió una página entera en un periódico alemán, atacando con ferocidad la música del compositor.

Beethoven, no obstante, no se arredró ante los comentarios. Cuando sus amigos le insistieron que respondiese al crítico, él apenas comentó:

-Lo que tengo que hacer es continuar con mi trabajo. Si la música que componga resulta tan buena como pienso, sobrevivirá al periodista. Si tiene la profundidad que espero que tenga, sobrevivirá al propio periódico. Entonces, si este ataque feroz a lo que hago es recordado en el futuro, será apenas para recordar la imbecilidad de los críticos.

Beethoven tenía toda la razón del mundo. Más de cien años después, la susodicha crítica fue recordada en un programa de radio de Sao Paulo.
Dibujo retirado deGUERRERO DEL ARTE

Texto retirado de: La Revista

domingo, 2 de octubre de 2011

Buscando el sustento

Por Paulo Coelho 

El Alquimista


La vaquita muerta

“Todo lo que está delante nuestro nos ofrece una oportunidad de aprender o enseñar”. “Solo entendemos el mundo cuando entendemos las causas”.

Existen ciertas historias que circulan por internet de una manera casi obsesiva.  Un interesante intercambio se ha establecido entre los lectores y la columna, lo cual solo enriquece mi trabajo. La siguiente historia merece ser recontada:

Un filósofo paseaba por un bosque con un discípulo, conversando sobre la importancia de los encuentros inesperados. Según el maestro, todo lo que está delante nuestro nos ofrece una oportunidad de aprender o enseñar.

En este momento cruzaban el portal de  una granja que, aunque muy bien situada en un hermoso paraje, tenía una apariencia miserable.

-Vea este lugar –comentó el discípulo. –Usted tiene razón:  acabo de aprender que mucha gente está en el paraíso pero no se da cuenta, y continúa viviendo en condiciones miserables.

–Yo dije aprender y enseñar –retrucó el maestro–. –No basta constatar lo que sucede: es preciso verificar las causas, pues solo entendemos el mundo cuando entendemos las causas–.

Llamaron a la puerta y fueron recibidos por los moradores: un matrimonio y tres hijos, con las ropas sucias y rotas.
-Usted está en medio de este bosque y no hay ningún comercio en los alrededores –dijo el maestro al padre de familia–. ¿Cómo sobreviven aquí?

Y el hombre, calmadamente, respondió:
–Amigo mío, tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte de ese producto la vendemos o la cambiamos en la ciudad vecina por  otros tipos de alimentos; con la otra parte producimos queso, cuajada y mantequilla para nuestro consumo. Y así vamos sobreviviendo.

El filósofo agradeció la información, contempló el lugar durante algunos instantes y se marchó. En mitad del camino, dijo al discípulo: –Busca esa vaca, llévala hasta ese precipicio que tenemos enfrente y tírala abajo–.

–¡Pero si es el  único medio de sustento de aquella familia!
El filósofo permaneció mudo. Sin otra alternativa, el muchacho hizo lo que le  habían ordenado y la vaca murió en la caída.

La escena quedó grabada en su memoria. Pasados muchos años, cuando ya era un  exitoso empresario, decidió volver al mismo lugar, confesar todo a la familia, pedirles perdón y ayudarlos financieramente. Cuál no fue su sorpresa al ver el lugar transformado en una bella finca, con árboles floridos, coche en el porche y algunos niños jugando en el jardín. Se desesperó al pensar que aquella humilde familia había tenido que vender la propiedad para sobrevivir. Apresuró el paso y fue recibido por un casero muy simpático.

–¿A dónde fue la familia que vivía aquí hace diez años?, preguntó.
–Continúan siendo los dueños –fue la respuesta–.

Asombrado, entró corriendo en la casa, y el  propietario lo reconoció. Le preguntó cómo estaba el filósofo, pero el joven estaba ansioso por saber cómo había conseguido mejorar  la granja y situarse tan bien en la vida:

–Bien, nosotros teníamos una vaca, pero se cayó al precipicio y murió –dijo el hombre. –Entonces, para mantener a mi familia, tuve que plantar verduras y legumbres. Las plantas tardaban en crecer, así que comencé a cortar madera para su venta. Al hacer esto, tuve que replantar los árboles, y necesité comprar semillas. Al comprarlas, me acordé de las ropas de mis hijos y pensé que tal vez podía cultivar algodón. Pasé un año difícil, pero cuando la cosecha llegó, yo ya estaba exportando legumbres, algodón, y hierbas aromáticas. Nunca me había dado cuenta de todo mi potencial aquí: ¡fue una suerte que aquella vaca muriera!


Dibujo deChris Greenwood


Texto retirado de: La Revista
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