La mascota del blog

miércoles, 28 de marzo de 2012

Sexo y amor

Ignorar el sexo en nuestra edificación espiritual sería ignorarnos. Sin embargo, urge situarlo al servicio del amor, sin que el amor se le subordine. Imaginémoslos a ambos en la esfera de la personalidad, como el río y el dique en la anchura de la tierra.

El río fecunda.
El dique controla.
El río esparce fuerzas.
El dique contiene la expansión.
En el río encontramos la Naturaleza.
En el dique sorprendemos la disciplina.

Si la corriente amenaza la estabilidad de construcciones dignas, surge el dique para canalizarla provechosamente en otro nivel. Sin embargo, si la corriente supera el dique, aparece la destrucción, siempre y cuando la masa líquida se dilate en volumen. Igualmente el sexo es la energía creativa, mas el amor necesita estar junto a él para funcionar como timón seguro.

Si la simpatía sexual prenuncia la disolución de obras morales respetables, es imprescindible que el amor le oriente los recursos para manifestaciones más altas, ya que, siempre que la atracción genésica es más poderosa que el amor, surgen las crisis de largo curso retardando el progreso y el perfeccionamiento del alma, cuando no le cortan el paso en la locura o en la frustración, en la enfermedad o en el crimen.

Tanto como el dique necesita levantarse en defensa constante en el gobierno de las aguas, debe guardarse el amor en permanente vigilancia, en la contención del impulso emotivo. Indaga, así, tus propios deseos. Todo pensamiento abrigado tiende a expresarse en acción.

Casi siempre, los que llegan al más allá de la tumba sexualmente depravados, después de largas perturbaciones renacen en el mundo tolerando molestias insidiosas, cuando no toman cuerpo en desesperadora condición inversa, sufriendo pesadas pruebas como consecuencias de los excesos delictuosos a que se rindieron. A semejanza de enfermos difíciles en el lecho de contención, padecen inhibiciones oscuras o portan señales morfológicas en desacuerdo con las tendencias masculinas o femeninas en que todavía se ejercitan, en el elevado intento de impedir su propia caída en nuevos desmanes sentimentales.

Ama, pues, y ama siempre, porque el amor es la esencia de la propia vida, mas no pienses en ser amado. Ama como hijos del corazón a aquellos de quien, por el momento, no puedes compartir convivencia más íntima, aprendiendo el puro amor fraterno que Jesús nos legó.

Pero, si la inquietud sexual azota tus horas, no decidas aceptar el consejo de la irresponsabilidad que te inclina a partir livianamente «al encuentro de un hombre» o «al encuentro de una mujer», muchas veces en peligroso agravio de tus problemas. Ante todo, busca a Dios en la oración, según la fe que cultivas, y Dios, que creó el sexo en nosotros para engrandecimiento de la creación, en la carne y en el espíritu, nos enseñará cómo dirigirlo.


Dictado por el espíritu Emmanuel
Extraído del libro "Religión de los Espíritus"

Pintura de: Thomas Ehretsmann
Tomada del blog Recogedor

Texto retirado de: Luz Espiritual

lunes, 26 de marzo de 2012

En el camino: Mucha fe y motivación

El Alquimista

 
“Esta nube tiene que acabar”, pensaba mientras me afanaba por descubrir las marcas amarillas en las piedras y en los árboles del Camino. Hacía casi una hora que apenas había visibilidad, y yo seguía cantando, para alejar el miedo, mientras esperaba que sucediera algo extraordinario.


Envuelto en tinieblas, solo en aquel ambiente irreal, comencé una vez más a ver el Camino de Santiago (1986) como si fuese una película, en el momento en que se ve al héroe hacer lo que nadie más haría, mientras los espectadores piensan que esas cosas solo pasan en el cine. Pero allí estaba yo, viviendo esa situación en la vida real. El bosque se tornaba más silencioso, y la oscuridad empezó a clarear.

De repente, como en un espectáculo de magia, la oscuridad se desvaneció por completo. Y frente a mí, clavada en lo alto de la montaña, estaba la Cruz. Miré a mi alrededor, vi el mar de nubes del que había salido, y otro mar de nubes. Entre estos dos océanos, los picos de las montañas más altas y la montaña del Cebreiro, con la cruz, sentí un gran deseo de rezar.

A pesar del deseo, no conseguí decir nada. A un centenar de metros más abajo, en una aldea de quince casas y una pequeña iglesia empezaron a encenderse las luces. Un cordero descarriado subió al monte y se puso entre la cruz y yo. Seguí mirando al cielo casi negro, a la cruz y al cordero blanco a sus pies.

– Señor –dije, finalmente–. No estoy clavado a esta cruz, y tampoco te veo a Ti en ella. Esta cruz está vacía y así debe permanecer para siempre, porque el tiempo de la muerte ya pasó. Esta cruz era el símbolo del poder infinito que todos tenemos, clavado y muerto por el hombre. Ahora este poder renace para la vida, porque he recorrido el camino de las personas comunes, y en ellas he encontrado Tu propio secreto.

También Tú recorriste el camino de las personas comunes. Viniste a enseñarnos de cuánto éramos capaces, y nosotros no quisimos aceptarlo. Nos mostraste que el poder y la gloria estaban al alcance de todos, y esta súbita visión de nuestra capacidad fue demasiado para nosotros. Te crucificamos no por ingratitud para con el hijo de Dios, sino porque teníamos mucho miedo de aceptar nuestra propia capacidad. Con el tiempo y con la tradición, Tú volviste a ser solo una distante divinidad, y nosotros volvimos a nuestro destino de hombres.

“No hay pecado alguno en ser feliz. Media docena de ejercicios y un oído atento bastan para conseguir que un hombre haga realidad sus sueños más inalcanzables”. El cordero se levantó y yo lo seguí. Ya sabía adónde me llevaba, y a pesar de las nubes, el mundo se había vuelto transparente para mí. Aunque no pudiese ver la Vía Láctea en el cielo, tenía la certeza de que existía y mostraba a todos el Camino de Santiago. Seguí al cordero, que caminó en dirección a aquella aldea, llamada también Cebreiro, como el monte. Allí, en cierta ocasión tuvo lugar un milagro, el milagro de transformar lo que uno hace en algo en lo que uno cree.

Mientras descendía la montaña, recordé la historia. En un día de gran tormenta, un campesino de un pueblo cercano subió al Cebreiro para oír misa. Celebraba esta misa un monje casi sin fe, que despreció interiormente el sacrificio del campesino. Pero en el momento de la consagración, la hostia se transformó en la carne de Cristo, y el vino en su sangre. Las reliquias siguen allí.

Fui a la pequeña capilla, construida por el campesino y por el monje, que había empezado a creer en lo que hacía. Nadie sabe quiénes eran. Dos lápidas sin nombre en el cementerio de al lado marcan el lugar donde están enterrados sus huesos. Pero es imposible saber cuál es la tumba del monje y cuál la del campesino. Porque, para que sucediera el milagro, era preciso que las dos fuerzas libraran el Buen Combate.

A la fe, a veces, hay que provocarla para que se manifieste.

Texto retirado de: La Revista

miércoles, 21 de marzo de 2012

El extraño cansancio

Cuando usted estuviere pensando:
En las hostilidades del mundo. . .
En las aflicciones capaces de surgir.. .
En los errores de las personas queridas. . .
En la desorientación de algún pariente. . .
En los críticos que le observan el camino. . .
En la angustia que le ensombrece el corazón. . .
En el desprecio del que se cree víctima. . .
En las ingratitudes que supo haber sufrido. . .
En la deserción de alguna persona querida. . .
En sus propios deseos desatendidos…

No se admita en enfermedad grave, ni juzgue que usted esté queriendo socorrer el mundo o mejorarlo. Con semejantes problemas usted sólo demuestra que se cansó de estar únicamente en sí mismo, en el abrigo del “yo”, en el que se aísla. Cuando eso estuviere aconteciendo consigo, usted tan sólo sufre de cansancio emocional y, para curarse, basta una indicación: Busque olvidarse, huya de si mismo, reflexione en los problemas de los compañeros en dificultades mayores que las nuestras y procuremos trabajar.

Dictado por el espíritu André Luiz

Pintura de: Georges Corominas
Texto retirado deLuz Espiritual

lunes, 19 de marzo de 2012

Breve manual: Para subir montañas

Por Paulo Coelho

El Alquimista

“Intenta todos los caminos, todas las sendas, hasta que por fin un día estés frente a la cima que pretendes alcanzar”.
• Escoge la montaña que deseas subir: No te dejes llevar por los comentarios de los demás, que dicen “esa es más bonita”, o “aquella es más fácil”. Vas a gastar mucha energía y entusiasmo en alcanzar tu objetivo, y por lo tanto eres tú el único responsable y debes estar seguro de lo que estás haciendo.
• Saber cómo llegar frente a ella: Muchas veces vemos la montaña de lejos, hermosa, interesante, desafiante. Pero cuando intentamos acercarnos, ¿qué ocurre? Que está rodeada de carreteras, que entre tú y tu meta se interponen bosques, que lo que parece claro en el mapa es difícil en la vida real. Por ello, intenta todos los caminos, todas las sendas, hasta que por fin un día estés frente a la cima que pretendes alcanzar.
• Aprende de quien ya caminó por allí: Por más que te consideres único, siempre habrá alguien que tuvo el mismo sueño antes que tú, y dejó marcas que te pueden facilitar el recorrido; lugares donde colocar la cuerda, ramas quebradas para facilitar la marcha. La caminata es tuya, la responsabilidad también, pero no olvides que la experiencia ajena ayuda mucho.
• Los peligros, vistos de cerca, se pueden controlar: Cuando empieces a subir la montaña de tus sueños, presta atención a lo que te rodea. Hay despeñaderos, claro. Hay hendiduras casi imperceptibles. Hay piedras tan pulidas por las tormentas que se vuelven resbaladizas como el hielo. Pero si sabes dónde pisar, te darás cuenta de los peligros y sabrás evitarlos.
• El paisaje cambia, así que aprovéchalo: Claro que hay que tener un objetivo en mente: llegar a lo alto. Pero a medida que se va subiendo, se pueden ver más cosas, y no cuesta nada detenerse de vez en cuando y disfrutar un poco del panorama alrededor. A cada metro conquistado, puedes ver un poco más lejos; aprovecha eso para descubrir cosas de las que hasta ahora no te habías dado cuenta.
• Respeta tu cuerpo: Solo consigue subir una montaña aquel que presta a su cuerpo la atención que merece. Tú tienes todo el tiempo que te da la vida, así que, al caminar, no te exijas más de lo que puedas dar. Si vas demasiado deprisa, te cansarás y abandonarás a la mitad. Si lo haces demasiado despacio, caerá la noche y estarás perdido. Aprovecha el paisaje, disfruta del agua fresca de los manantiales y de los frutos que la naturaleza generosamente te ofrece, pero sigue caminando.
• Respeta tu alma: No te repitas todo el rato “voy a conseguirlo”. Tu alma ya lo sabe. Lo que ella necesita es usar la larga caminata para poder crecer, extenderse por el horizonte, alcanzar el cielo. De nada sirve una obsesión para la búsqueda de un objetivo, y además termina por echar a perder el placer de la escalada. Pero atención: tampoco te repitas “es más difícil de lo que pensaba”, pues eso hace perder fuerza interior.
• Prepárate para caminar un kilómetro más: El recorrido hasta la cima de la montaña es siempre mayor de lo que pensabas. No te engañes, ha de llegar el momento en que aquello que parecía cercano está aún muy lejos. Pero como estás dispuesto a llegar hasta allí, eso no ha de ser un problema.
• Alégrate cuando llegues a la cumbre: Llora, bate palmas, grita que lo has conseguido, deja que el viento allá en lo alto (porque en la cima siempre hace viento) purifique tu mente, refresca tus pies sudados y cansados, abre los ojos, limpia el polvo de tu corazón. Piensa que lo que  apenas era un sueño, una visión lejana, es ahora parte de tu vida. Lo conseguiste.
• Haz una promesa: Aprovecha que has descubierto una fuerza que ni siquiera conocías, y dite a ti mismo que a  partir de ahora, y durante el resto de tus días, la vas a utilizar. Y, si es posible, promete también descubrir otra montaña, y parte en una nueva aventura.
• Cuenta tu historia: Sí, cuenta tu historia. Ofrece tu ejemplo. Di a todos que es posible, y así otras personas sentirán el valor para enfrentarse a sus propias montañas.

Texto retirado de: La Revista


jueves, 15 de marzo de 2012

La tormenta se avecina: siempre alerta

Por Paulo Coelho

El Alquimista

”Ni un solo ruido. El viento no está soplando ni más fuerte ni más débil que antes. Pero sé que se acerca una tormenta, porque estoy acostumbrado a mirar al horizonte”.
Sé que se avecina una tormenta porque puedo mirar a lo lejos y ver lo que sucede en el horizonte. Por supuesto, la luz ayuda: es el final del atardecer, lo cual hace más nítido el contorno de las nubes. Veo también el destello de los relámpagos.
Me detengo. No hay nada más emocionante o terrorífico que mirar una tormenta que se aproxima. El primer pensamiento que se me ocurre es ir a buscar cobijo, pero eso puede ser peligroso. El cobijo puede ser una especie de trampa, pues de aquí a poco tiempo el viento empezará a soplar, y puede que tenga fuerza suficiente como para arrancar tejados, derribar árboles, destruir cables de alta tensión.
Recuerdo un viejo amigo que de niño vivió en Normandía, y pudo presenciar el desembarco de las tropas aliadas en la Francia ocupada por los nazis. No he olvidado sus palabras: “Me levanté, y el horizonte estaba lleno de barcos de guerra. En la playa al lado de mi casa, los soldados alemanes contemplaban la misma escena que yo. Pero lo que más me aterrorizaba era el silencio. Un silencio total, que precede a un combate a vida o muerte”.
Y ese mismo silencio es el que me rodea. Y poco a poco es sustituido por el murmullo, muy suave, de la brisa en los campos de maíz a mi alrededor. La presión atmosférica está cambiando. La tormenta está cada vez más cerca, y el silencio comienza a ser sustituido por el suave rumor de las hojas.
He presenciado muchas tormentas en mi vida. La mayor parte me pilló por sorpresa, por lo que tuve que aprender, y muy rápidamente, a mirar más lejos, a entender que no soy capaz de controlar el tiempo, a practicar el arte de la paciencia, y a respetar la furia de la naturaleza. Las cosas no siempre suceden como uno quiere, y más vale hacerse a la idea.
Hace muchos años, compuse una canción que decía “perdí el miedo a la lluvia / pues la lluvia, al volver a la tierra, trae cosas del aire”. Es mejor dominar el miedo. Ser digno de aquello que escribí, y entender que, por muy malo que sea el vendaval, en algún momento pasará.
El viento ha aumentado de velocidad. Estoy en un campo abierto, hay árboles en el horizonte que, por lo menos en teoría, atraerán los rayos. Mi piel es impermeable, por muy empapada que tenga la ropa. Por lo tanto, más vale disfrutar de esta vista, en lugar de salir corriendo en busca de cobijo.
Pasa media hora. A mi abuelo, ingeniero, le gustaba enseñarme las leyes de la física mientras nos divertíamos: “después de ver el rayo, cuenta los segundos y multiplícalos por 340 metros, que es la velocidad del sonido. Así sabrás siempre a qué distancia suenan los truenos”. Un poco complicado, pero me acostumbré a hacerlo desde niño: en este momento, la tormenta se encuentra a dos kilómetros de distancia.
Aún hay suficiente claridad para que pueda ver el contorno de las nubes que los pilotos llaman CB, cumulonimbos, con su forma de yunque, como si un herrero estuviese martilleando los cielos, forjando espadas para dioses enfurecidos, que en este momento deben de estar sobre la ciudad de Tarbes.
Veo la tormenta que se aproxima. Como cualquier otra tormenta, trae consigo destrucción, pero al mismo tiempo moja los campos, y la sabiduría del cielo desciende junto con su lluvia. Como cualquier otra tormenta, pasará. Cuanto más violenta sea, más rápido lo hará.
Gracias a Dios, aprendí a enfrentarme a las tormentas.

Dibujo de: Vladimir Vaz
Texto retirado de: La Revista


martes, 6 de marzo de 2012

La hipocresía: A la vuelta de la esquina

Por Paulo Coelho

El Alquimista

“En la iglesia local, solo quedaron los que se consideraban santos. Pero que, en realidad, eran personas incapaces de percibir que el mundo se transforma y que nosotros debemos transformarnos con él”.

La ley y las frutas

En el desierto, las frutas eran raras. Dios llamó a uno de sus profetas y le dijo:
Cada persona solo puede comer una fruta por día.

La costumbre se obedeció durante generaciones y el ecosistema del lugar fue respetado. Como las frutas restantes daban semillas, otros árboles fueron surgiendo. En poco tiempo, toda aquella región se transformó en un terreno fértil, envidiado por otras ciudades.
Las personas de aquel pueblo, sin embargo, continuaban comiendo una fruta por día, fieles a la recomendación que un antiguo profeta transmitiera a sus ancestrales.
Además, no permitían que los habitantes de otras aldeas se aprovechasen de la abundante producción que se daba todos los años.
Como resultado, las frutas se podrían en el suelo.
Dios llamó a un nuevo profeta y le dijo:
Permíteles que coman las frutas que quieran. Y pídeles que compartan su abundancia con sus vecinos.

El profeta llegó a la ciudad con el nuevo mensaje. Pero acabó siendo apedreado, ya que la costumbre estaba arraigada en el corazón y en la mente de cada uno de los habitantes.
Con el tiempo, los jóvenes de la aldea empezaron a cuestionar aquella bárbara costumbre.

Pero, como la tradición de los mayores era intocable, decidieron apartarse de la religión. De esta manera, podían comer cuantas frutas quisieran y entregar el resto a los que necesitaban alimento.
En la iglesia local, solo quedaron los que se consideraban santos. Pero que, en realidad, eran personas incapaces de percibir que el mundo se transforma y que nosotros debemos transformarnos con él.

El profeta y los tigres

El falso profeta llegó a la aldea y aterrorizó a todo el mundo con amenazas de males que vendrían del bosque. Las personas, asustadas, reunieron una enorme cantidad de dinero y se la entregaron a este hombre con el objetivo de que alejase de ellos aquellos peligros.
El hombre compró algunos panes viejos, y empezó a arrojarlos a trozos alrededor del bosque, recitando palabras incomprensibles. Un muchacho se le acercó:
-¿Qué está usted haciendo?
-Estoy salvando a tus padres, a tus abuelos y a tus amigos de la amenaza de los tigres.
-¿Tigres? ¡Pero si no hay tigres en este país!
-Gracias a mi magia –dijo el falso profeta–, que, como puedes ver, funciona siempre.
El muchacho aún quiso replicar alguna cosa, pero los habitantes decidieron expulsarlo de la ciudad, pues estaba estorbando el trabajo de aquel hombre santo.

La reflexión

Dice el monje benedictino Steindl-Rast:
“Por la mañana, debemos comportarnos como si fuésemos a cruzar una calle: parar, mirar a los lados, y seguir adelante”.

“Antes de lanzarnos a la actividad frenética del día, primero nos paramos. Esto nos permite reflexionar sobre nuestras prioridades, las actitudes posibles frente a un problema, y sobre las decisiones que debemos tomar”.
“A continuación, miramos a los lados. De nada sirve parar si no observamos lo que ocurre a nuestro alrededor. Es necesario entender que, al tomar una decisión, estamos influyendo y siendo influidos por todo lo que sucede en nuestro entorno”.
“Por último, avanzamos. De nada sirve parar, y mirar a los lados, si no tenemos un objetivo definido. El hecho de actuar es lo que lo justifica todo y lo que nos permite mostrar, a través del trabajo, la inmensa gloria de Dios. Y para que todo eso salga bien, basta actuar como si estuviéramos cruzando una calle”.

Texto retirado de: La Revista


Blog Widget by LinkWithin