Por Paulo Coelho
El Alquimista
El Alquimista
“Mis sueños me permiten crear y habitar un reino más poderoso que este imperio francés. Ellos son los que van a ayudarme a construir el futuro, una casa”.
El padre desolado
Anthony de Mello cuenta la historia del rabino Abraham, que vivió una vida ejemplar. Cuando murió, fue directamente al Paraíso, y los ángeles le dieron la bienvenida con cánticos de loor. A pesar de esto, Abraham se mostraba distante y afligido, escondiendo la cabeza entre las manos, y rechazando los consuelos que querían darle. Finalmente, fue conducido ante el Todopoderoso, y escuchó una voz que, con infinita ternura, le preguntaba:
–Mi adorado siervo, ¿qué amargura cargas en tu pecho?
–Soy indigno de los homenajes que estoy recibiendo, dijo el rabino–. Aunque yo fuese considerado un ejemplo para mi pueblo, debo de haber hecho algo de manera muy equivocada. Mi único hijo, al que dediqué mis mejores enseñanzas, ¡se hizo cristiano!
–No te preocupes por eso –dijo la voz del Todopoderoso–. Yo también tuve un único hijo, ¡y él hizo exactamente lo mismo!
La madre desolada
Cuenta Roberto Shiniashky que una madre judía intentó educar a su hijo de la forma más tradicional posible. El muchacho, sin embargo, tenía una personalidad fuerte, y hacía apenas lo que le dictaba el corazón.
Cuando murió, de la misma manera que el rabino Abraham de la historia anterior, ella fue directamente al cielo –ya que había sido un ejemplo de dedicación en la Tierra. Una vez allí, les contó a las otras madres los quebraderos de cabeza que le había provocado su hijo, y descubrió que ninguna de ellas estaba satisfecha con los caminos que sus descendientes habían seguido.
Después de días de conversación –en los que estuvieron lamentándose por no haber sido lo bastante fuertes como para llevar con firmeza las riendas de la familia– el grupo vio a Nuestra Señora pasando por allí.
–¡Esa de ahí consiguió educar a su hijo! –dijo una de las madres.
Inmediatamente, todas se acercaron a Nuestra Señora y elogiaron la trayectoria de Jesús.
–Él fue un sabio –le dijeron–. ¡Cumplió todo lo que le había sido destinado, anduvo por el camino de la verdad sin desviarse ni un instante, y hasta hoy es motivo de orgullo para su familia!
–Tenéis razón, pero, si os digo la verdad, mi sueño era que fuese médico, dijo Nuestra Señora.
La reflexión
El piloto Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944), uno de los mayores escritores franceses del siglo XX, se hizo mundialmente famoso con su libro El Principito. Transcribo aquí un trecho de su obra Tierra de hombres:
«Es difícil describir lo que sucede en mi alma. Miro al cielo y veo millares de estrellas sueltas por el universo, mientras yo permanezco preso a estas arenas.
«Pero, aunque mi cuerpo esté aquí, un poco de mí es capaz de viajar por este cielo, y llevarme a mundos desconocidos. De esta manera, me doy cuenta de que mis sueños son tan reales y concretos como estas dunas, esta luna, estas cosas que me rodean.
«Mis sueños me permiten crear y habitar un reino más poderoso que este imperio francés. Ellos son los que van a ayudarme a construir el futuro, una casa –porque la belleza de las casas no radica en el hecho de haber sido construidas para cobijar a los hombres, sino en cómo fueron ideadas.
«El día que construya mi casa, quiero que ella transmita algo. Que sea una señal, un símbolo. Dejaré que la casa de mis sueños surja de mi interior, como el agua surge de la fuente, o la luna del horizonte».
Saint-Exupéry no llegaría a realizar este sueño: el avión que pilotaba desapareció, cruzando el Mediterráneo, durante la Segunda Guerra Mundial.
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