Por Paulo Coelho
El Alquimista
Observar a los demás
Copacabana
Una vieja estaba en el bulevar de la avenida Atlántica, con una guitarra y un letrero escrito a mano: “Vamos a cantar juntos”.
Empezó a tocar sola. Después llegaron un borracho y una viejecita, y se pusieron a cantar con ella. En poco tiempo había una pequeña multitud cantando y otra pequeña multitud que hacía el papel de auditorio, aplaudiendo al final de cada canción.
“¿Por qué hace esto?”, le pregunté entre las canciones.
“Para no estar sola”, dijo. “Mi vida es muy solitaria, como la vida de casi todos los viejos”.
Ojalá todos resolviésemos nuestros problemas así.
El amigo en Sídney
“A veces la gente se acostumbra tanto a lo que ve en las películas que acaba olvidando la historia auténtica”, me dijo un amigo mientras contemplábamos juntos el puerto de Sídney. “¿Te acuerdas de la escena cumbre de Los diez mandamientos?”.
Claro que me acordaba. En un momento dado, Moisés, interpretado por Charlton Heston, alza su bastón, las aguas se separan y el pueblo hebreo atraviesa el mar a pie.
“En la Biblia es diferente”, continuó mi amigo. “Dios le ordena a Moisés: “Di a los hijos de Israel que se pongan en camino”. Y solo cuando han comenzado a andar levanta Moisés su bastón y se abre el Mar Rojo”. Solo el valor ante la adversidad hace que se nos muestre el camino.
El católico y el musulmán
Estaba charlando con un sacerdote católico y un chico musulmán durante un almuerzo. Cada vez que pasaba el camarero con una bandeja, todos se servían, salvo el musulmán, que cumplía el ayuno prescrito en el Corán.
Cuando terminó la comida y la gente se hubo ido, uno de los convidados no pudo reprimir el siguiente comentario: “¡Mira que son fanáticos estos musulmanes! ¡Menos mal que no tenéis nada que ver con ellos!”.
“Sí tenemos”, dijo el sacerdote. “Él se esfuerza por servir a Dios tanto como lo hago yo. Simplemente observamos leyes diferentes”. Y concluyó: “Es una pena que las personas solo vean las diferencias que las separan. Si mirasen con más amor, verían lo que tienen en común unos y otros, y se resolvería la mitad de los problemas del mundo”.
Mi suegro, Christiano Oiticica
Poco antes de morir, mi suegro llamó a la familia:
“Sé que la muerte no es más que un tránsito, y quiero poder hacer esta travesía sin tristeza. Para que no os preocupéis por mí una vez que me haya ido, os enviaré una señal de que valió la pena ayudar a los otros en esta vida”. Pidió ser incinerado y que sus cenizas fuesen esparcidas en el Arpoador mientras sonaba una cinta con sus canciones preferidas.
Falleció dos días después. Un amigo se encargó de la incineración en Sao Paulo, y de vuelta en Río de Janeiro fuimos todos al Arpoador con la radio, las cintas y el paquete con la pequeña urna que contenía las cenizas. Al llegar frente al mar, descubrimos que la tapa estaba atornillada. Intentamos abrirla, pero no pudimos.
No había nadie alrededor, aparte de un mendigo que se acercó: “¿Qué es lo quieren?”.
Mi cuñado respondió: “Un destornillador, porque aquí dentro están las cenizas de mi padre”.
“Debió de ser un hombre muy bueno, porque acabo de encontrarme esto por aquí”, dijo el mendigo.
Y les entregó un destornillador.
Pintura de: Tina Berning
Texto retirado de: La Revista
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