Por Paulo Coelho
El Alquimista
El Alquimista
“Me enseñó a amar las decisiones tomadas con el corazón. Me mostró la importancia de hacer lo que se desea, sin importar lo que digan los demás. Me acogió cuando, de adolescente, tuve problemas con mis padres”.
De niño solía leer una revista a la que mis padres estaban suscritos y que tenía una sección que se llamaba ‘Mi personaje inolvidable’, donde personas comunes hablaban de otras personas comunes que habían dejado huella en sus vidas. Por supuesto, a aquellas alturas, con 9 o 10 años, yo ya me había topado con un personaje que había ejercido sobre mí una poderosa influencia. Sin embargo, estaba convencido de que con el paso del tiempo este modelo cambiaría, de manera que resolví no enviar nada a la revista.
Transcurrieron los años. Conocí a mucha gente interesante, que me ayudó en momentos difíciles, que me inspiró, que me indicó los caminos que había que trillar. No obstante, los grandes mitos de la infancia siempre prevalecieron, mostrándose como los más persistentes; pasan por periodos de desvalorización, de cuestionamientos, de olvido, pero permanecen, resurgiendo cuando hacen más falta con sus valores, sus ejemplos, sus actitudes.
Mi personaje inolvidable se llamaba José, y era el hermano menor de mi abuelo. Nunca se casó, fue ingeniero durante muchos años y cuando se jubiló decidió vivir en Araruama, una ciudad próxima a Río de Janeiro. A ese lugar iba toda la familia a pasar las vacaciones, con los niños. El tío José era soltero, y su paciencia ante semejante invasión no debía de durarle mucho, pero, por otro lado, este era el único momento en el que podía compartir un poco de su soledad con su familia.
Era también inventor. Construía coches. Y no solo eso: llegó a crear un vehículo especial para llevar a la familia a la laguna del Araruama –una mezcla de jeep y tren sobre ruedas. Íbamos a bañarnos al mar, convivíamos con la naturaleza, jugábamos todo el día.
Contaba historias de sus viajes a EE.UU., donde había trabajado en minas de carbón y había penetrado en lugares inexplorados. La familia solía decir: “Es mentira”.
Me enseñó a amar las decisiones tomadas con el corazón. Me mostró la importancia de hacer lo que se desea, sin importar lo que digan los demás. Me acogió cuando, de adolescente, tuve problemas con mis padres. Un día, él me dijo: “Inventé el Hydramatic (cambio automático de marchas para coches). Fui a Detroit, entré en contacto con la General Motors, me ofrecieron $ 10.000 a tocateja o un dólar por cada coche vendido con este nuevo sistema. Me llevé los diez mil y viví los años más fantásticos de mi vida”.
La familia decía: el tío José no para de inventarse cosas, no crean todo lo que les diga. Y, aunque yo sentía una gran admiración por sus aventuras, por su estilo de vida, y por su generosidad, no me creí esta historia. Se la conté al periodista Fernando Morais apenas porque él era mi personaje inolvidable.
Pero Fernando quiso comprobarla, y he aquí lo que encontró (el texto ha sido adaptado, pues forma parte de un gran artículo):
“El primer cambio automático fue inventado por los hermanos Sturtevant, de Boston, en 1904. El sistema no funcionaba satisfactoriamente pues los pesos frecuentemente se alejaban demasiado. Pero fue la invención de los brasileños Fernando Iehly de Lemos y José Braz Araripe, vendida a GM en 1932, lo que contribuyó decisivamente al desarrollo del sistema Hydramatic lanzado por la GM en 1939”.
Con los millones de coches “hidramáticos” que se producen año tras año, la familia –que nunca creía en nada– se habría hecho con una fortuna incalculable. ¡Cómo celebro que él se gastara sus diez mil dólares en años felices!
Texto retirado de: La Revista
Texto retirado de: La Revista
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