Por Paulo Coelho
El Alquimista
El Alquimista
“Tener amigos como estos me da algo más que esperanza; me hace entender que los verdaderos supervivientes jamás serán víctimas de sus verdugos, porque son capaces de mantener lo más importante que tiene el ser humano: la alegría”.
Solo vi un túnel. En el bar de Sibiu, en Transilvania, Sorin me mira a lo más profundo de los ojos. Continúa.
–Vi un túnel negro con un hombre al fondo, que me hacía señales.
Espero. Tenemos todo el tiempo del mundo y recuerdo que, cuando me encontraba en la misma situación, también vi un túnel, solo que este me llevaba a un hotel. Lo miré, esperé lo peor, y pensé: “no es justo: ¡solo tengo 26 años!”, pero mi historia no viene al caso; solo sirve para señalar que entiendo perfectamente lo que Sorin me contó en los Cárpatos.
–Vi tan solo un túnel negro, con un hombre que me apuntaba con un arma, y que me ordenaba que bajase del coche.
El calvario de Sorin Miscoci empezó el 28 de marzo del 2005, cerca de Bagdad. Una cadena de televisión rumana lo había enviado allí por una semana. Estuvo secuestrado por 55 días.
–Más tarde, cuando me liberaron, los agentes de seguridad americanos me preguntaron cuántas personas había allí. Les dije: una. Ellos se rieron y dijeron que no podía ser. Fue el psicólogo quien me ayudó, explicándome que en situaciones como aquella, nada de lo que hay alrededor tiene importancia. Uno solo ve el foco de la crisis, lo que le amenaza, y simplemente olvida el resto.
Sorin se casó con Andrea. Yo conocía su historia, pero esperé a que estuviese en su ciudad natal para preguntarle por los detalles. Cristina Topescu, una amiga, periodista de la misma cadena de televisión para la que trabaja Sorin, también estuvo. Cuenta que, a la hora de movilizar al país, pocos colegas se presentaron para ir a hablar con el presidente de la república, por miedo a perder su puesto de trabajo.
-Lo peor fue cuando vi a Sorin con el mameluco naranja y la cabeza rapada, en un video entregado al canal árabe Al Yazira –dice Cristina–. Era una señal de que la ejecución no tardaría.
–Solo pedí una cosa a Dios: morir de un tiro al corazón. Había visto videos de prisioneros siendo decapitados; pedí, imploré que me fusilaran, añade Sorin.
Nuestro grupo se levanta, intento pagar la cuenta, pero nos invita la casa, en homenaje al héroe local, aquel que, a pesar de todo, sobrevivió.
Camino de la discoteca, pienso en el túnel negro: sin ánimo de teñir de romanticismo una situación dramática, entiendo que eso le pasa a todo el mundo. Cuando nos encontramos frente a algo que nos amenaza de veras, es imposible mirar alrededor, aunque ese sea el comportamiento más correcto y seguro. No somos capaces de ver con claridad, de usar la lógica, de conseguir información que pueda sernos de ayuda a nosotros y a los que intentan sacarnos de esa situación. En el amor y en la guerra somos humanos, gracias a Dios.
Llegamos al karaoke, bebemos un poco más, cantamos temas de Elvis, Madonna, de Ray Charles. Nuestro grupo es interesante: Lacrima, que fue abandonada cuando tenía solo dos meses. Leonardo, que ha salido de una depresión que duró dos años. Cristina, que pasó por momentos difíciles. Sorin, con su cautiverio, y Andrea, quien casi pierde a su amor. Yo, con mis cicatrices en el cuerpo y en el alma.
Y aun así bebemos, cantamos, celebramos la vida. Tener amigos como estos me da algo más que esperanza; me hace entender que los verdaderos supervivientes jamás serán víctimas de sus verdugos, porque son capaces de mantener lo más importante que tiene el ser humano: la alegría.
Y donde hay alegría después de la tragedia, habrá siempre un ejemplo a seguir.
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