Por Paulo Coelho
El Alquimista
El Alquimista
“Cuando encendemos la luz interior, lo primero que vemos son las telas de araña y el polvo. Nuestros puntos débiles. Ya estaban allí, pero tú no veías nada porque estaba todo oscuro”.
San Francisco (EE.UU.)
Camino por un parque con mi editor americano, Jonh Loudon, y su mujer, Sharon. Podemos ver la ciudad de San Francisco a lo lejos, iluminada por el sol poniente. Sharon escribió un libro sobre un monasterio benedictino, y cuenta que las oraciones de la tarde, llamadas “vísperas”, son cantos de esperanza por la certeza de que la noche acabará.
–Las vísperas nos indican la necesidad que tenemos de aproximarnos al otro, cuando llega la noche –dice ella–. Pero nuestra sociedad ha olvidado la importancia de esta aproximación, y finge valorar mucho la capacidad que cada uno tiene para enfrentarse solo a las propias dificultades. Ya no rezamos juntos. Escondemos nuestra soledad como si fuese vergonzoso admitirla.
Sharon hace una pausa, y concluye: –Yo misma fui así durante un tiempo, hasta que un día perdí el miedo a depender de los demás, porque me di cuenta de que los otros también me necesitaban.
Brive, Francia
Un aprendiz de ocultismo que conozco, con la esperanza de impresionar positivamente a su maestro, leyó algunos manuales de magia y decidió comprar los materiales que se indicaban en los textos.
Con mucha dificultad, consiguió determinado tipo de incienso, algunos talismanes, y una estructura de madera con caracteres sagrados escritos en un orden determinado. Al ver esto, su maestro le comentó: –¿Tú crees que enrollándote cables de ordenador alrededor del cuello vas a adquirir la sabiduría de la máquina? ¿Piensas que comprando sombreros y ropas sofisticadas vas a hacerte con el buen gusto y la sofisticación de quien los creó? Aprende a usar los objetos como aliados, no como guías.
Kawaguchiko, Japón
Conocí a la pintora Miie Tamaki durante un seminario sobre Energía Femenina. Le pregunté cuál era su religión.
–Ya no tengo religión –respondió.
Notando mi sorpresa, se explicó:
–Fui educada para ser budista. Los monjes me enseñaron que el camino espiritual es una constante renuncia: tenemos que superar nuestra envidia, nuestro odio, nuestras angustias de fe, nuestros deseos.
»Conseguí librarme de todo esto, hasta que un día mi corazón se quedó vacío: los pecados se habían marchado, y con ellos mi naturaleza humana.
»Al principio estaba contenta, pero me di cuenta de que ya no compartía las alegrías ni las pasiones de las personas que me rodeaban. En ese momento decidí abandonar la religión: hoy tengo mis conflictos, mis momentos de rabia y de desesperación, pero tengo la seguridad de que estoy nuevamente cerca de las personas y, por lo tanto, también cerca de Dios.
Lourdes, Francia
Cuando me encontraba haciendo el camino de Roma, uno de los cuatro caminos sagrados de mi tradición mágica, me di cuenta –después de veinte días prácticamente solo– de que estaba mucho peor que al principio del recorrido. Con la soledad, aparecieron sentimientos mezquinos, amargos, innobles.
Busqué a la guía del camino, y le comenté la situación. Le dije que, al iniciar aquella peregrinación, pensaba que iba a acercarme a Dios, y que, sin embargo, después de tres semanas me sentía mucho peor.
–Tú estás mejor, no te preocupes –dijo ella–. En realidad, cuando encendemos la luz interior, lo primero que vemos son las telas de araña y el polvo. Nuestros puntos débiles. Ya estaban allí, pero tú no veías nada porque estaba todo oscuro. Ahora resultará mucho más fácil ponerte a limpiar tu alma.
Texto retirado de: La Revista
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