Por Paulo Coelho
El Alquimista
El Alquimista
“El secreto de la felicidad está en saber mirar todas las maravillas del mundo, sin olvidarse nunca de las dos gotas de aceite de la cucharilla”.
En lo alto de la pequeña ciudad de Tarifa existe un viejo fuerte construido por los moros. Recuerdo haberme sentado allí con mi mujer, Christina, en 1982, para pararme a contemplar por primera vez el continente que se encuentra al otro lado del estrecho: África. En ese momento no podía imaginar que ese perezoso atardecer inspiraría un pasaje del más famoso de mis libros: El Alquimista. Tampoco podía soñar que la siguiente historia, que me contaron en el coche, serviría como excelente ejemplo para todos los que perseguimos el equilibrio entre el rigor y la compasión.
Cierto mercader envió a su hijo a aprender el Secreto de la Felicidad con el más sabio de todos los hombres. El muchacho anduvo durante cuarenta días por el desierto, hasta llegar a un bello castillo, en lo alto de una montaña. Allí vivía el sabio que el muchacho buscaba.
No obstante, en lugar de encontrar a un hombre santo, nuestro héroe entró en una sala en la que se deparó con una enorme actividad: mercaderes que entraban y salían, personas conversando por los rincones, una pequeña orquesta tocando suaves melodías, y una mesa muy bien servida con los más deliciosos platos de aquella región del mundo.
El sabio conversaba con todos, y el muchacho tuvo que esperar durante dos horas hasta que pudo ser atendido.
Con mucha paciencia, el sabio escuchó atentamente el motivo de la visita del chico, pero le dijo que en ese momento no tenía tiempo para explicarle el Secreto de la Felicidad.
Le sugirió que diese un paseo por su palacio, y regresase al cabo de dos horas.
-De todas maneras, voy a pedirte un favor –añadió, entregándole al muchacho una cucharita de té en la que dejó caer dos gotas de aceite–. Mientras estés caminando, lleva contigo esta cuchara sin derramar el aceite.
El joven empezó a subir y a bajar las escalinatas del palacio sin apartar la mirada de las gotitas de aceite. Dos horas más tarde, regresó ante la presencia del sabio.
-Entonces –preguntó el sabio– ¿ya has visto los tapices de Persia que están en mi comedor, y el jardín que al maestro de los jardineros le llevó diez años concluir? ¿Y te has fijado en los hermosos pergaminos de mi biblioteca?
El muchacho, avergonzado, confesó que no había visto nada de eso. Su única preocupación había sido no derramar las gotas de aceite que el sabio le había confiado.
-En ese caso vuelve y conoce las maravillas de mi mundo –dijo el sabio–. No puedes confiar en alguien hasta que no conoces su casa.
Ya más tranquilo, el joven muchacho tomó una vez más la cucharilla y volvió a pasear por el palacio, pero esta vez fijándose en todas las obras de arte que colgaban del techo y las paredes. Vio los jardines, las montañas de alrededor, la delicadeza de las flores, el refinamiento con que cada obra de arte había sido colocada en su lugar. Por fin, una vez más ante la presencia del sabio, le contó pormenorizadamente todo lo que había visto.
-Pero, ¿dónde están las dos gotas de aceite que te confié? -preguntó el sabio.
Mirando a la cuchara, el joven se dio cuenta de que las había derramado.
-Pues este es el único consejo que puedo darte –dijo el más sabio de los sabios–. El secreto de la felicidad está en saber mirar todas las maravillas del mundo, sin olvidarse nunca de las dos gotas de aceite de la cucharilla.
Texto retirado de: La Revista
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