Por Paulo Coelho
El Alquimista
La vida es como una gran carrera de ciclismo, cuya meta es hacer realidad la Leyenda Personal, aquello que, según los antiguos alquimistas, es nuestra verdadera misión en la Tierra.
En la salida partimos juntos, llenos de camaradería y entusiasmo. Pero, a medida que la carrera se desarrolla, la alegría inicial deja su lugar a los verdaderos desafíos: el cansancio, la monotonía, las dudas sobre la propia capacidad. Nos damos cuenta de que algunos amigos ya han desistido, y de que otros apenas siguen corriendo porque no pueden parar en mitad de una carretera.
Este grupo se va haciendo cada vez más numeroso, con todos pedaleando al lado del coche de apoyo –también conocido como “Rutina”– donde conversan entre sí y cumplen con sus obligaciones, pero se olvidan de las bellezas y de los desafíos del camino.
Terminamos por distanciarnos de ellos; y entonces nos vemos obligados a enfrentar la soledad, las sorpresas con las curvas desconocidas, los problemas con la bicicleta. En un momento dado, tras algunas caídas sin tener a nadie cerca para ayudarnos, terminamos preguntándonos si merece la pena tanto esfuerzo.
Sí, sí que vale la pena. El padre Alan Jones dice que, para que nuestra alma esté en condiciones de superar estos obstáculos, necesitamos las Cuatro Fuerzas Invisibles: el amor, la muerte, el poder y el tiempo.
Es necesario amar, porque todos somos amados por Dios.
Es necesaria la conciencia de la muerte para entender bien la vida.
Es necesario luchar para crecer –pero sin dejarse engañar por el poder que acompaña al crecimiento.
Finalmente, es necesario aceptar que nuestra alma –aunque sea eterna– se encuentra en estos momentos presa a la telaraña del tiempo, con sus oportunidades y limitaciones. En definitiva, en nuestra solitaria carrera en bicicleta, tenemos que actuar como si el tiempo existiese, hacer lo posible por valorar cada segundo, descansar cuando sea necesario, pero continuar siempre en dirección a la Luz Divina, sin dejarse paralizar por los momentos de angustia.
En el alma del hombre se encuentra el alma del mundo, el silencio de la sabiduría. Mientras pedaleamos en dirección a nuestra meta, es bueno preguntarse: “¿Qué es lo bonito que me trae el día de hoy?” El sol puede estar brillando, pero si la lluvia cae, es importante recordar que eso también significa que las nubes negras pronto se disolverán. El cielo termina despejándose, y el sol sigue siendo el mismo, y nunca se acaba –en los momentos de soledad, es importante recordar esto.
Una bonita oración del maestro sufí Dhu’l-Nun (egipcio, fallecido en el 861 a.C.) resume bien la actitud positiva necesaria en estos momentos:
“¡Oh, Dios! Cuando presto atención a las voces de los animales, al rumor de los árboles, al murmullo de las aguas, al gorjeo de los pájaros, al zumbido del viento o al estruendo del trueno, siento en ellos un testimonio de tu unidad; siento que eres el supremo poder, la omnisciencia, la suprema sabiduría, la suprema justicia.
“¡Oh, Dios! Te reconozco en las pruebas por las que estoy pasando. Permite, ¡oh, Dios!, que tu satisfacción sea mi satisfacción. Que yo sea tu alegría, esa alegría que un Padre siente por un hijo. Y que yo me acuerde de Ti con tranquilidad y determinación, incluso cuando resulte difícil decir que Te amo”.
En la salida partimos juntos, llenos de camaradería y entusiasmo. Pero, a medida que la carrera se desarrolla, la alegría inicial deja su lugar a los verdaderos desafíos: el cansancio, la monotonía, las dudas sobre la propia capacidad. Nos damos cuenta de que algunos amigos ya han desistido, y de que otros apenas siguen corriendo porque no pueden parar en mitad de una carretera.
Este grupo se va haciendo cada vez más numeroso, con todos pedaleando al lado del coche de apoyo –también conocido como “Rutina”– donde conversan entre sí y cumplen con sus obligaciones, pero se olvidan de las bellezas y de los desafíos del camino.
Terminamos por distanciarnos de ellos; y entonces nos vemos obligados a enfrentar la soledad, las sorpresas con las curvas desconocidas, los problemas con la bicicleta. En un momento dado, tras algunas caídas sin tener a nadie cerca para ayudarnos, terminamos preguntándonos si merece la pena tanto esfuerzo.
Sí, sí que vale la pena. El padre Alan Jones dice que, para que nuestra alma esté en condiciones de superar estos obstáculos, necesitamos las Cuatro Fuerzas Invisibles: el amor, la muerte, el poder y el tiempo.
Es necesario amar, porque todos somos amados por Dios.
Es necesaria la conciencia de la muerte para entender bien la vida.
Es necesario luchar para crecer –pero sin dejarse engañar por el poder que acompaña al crecimiento.
Finalmente, es necesario aceptar que nuestra alma –aunque sea eterna– se encuentra en estos momentos presa a la telaraña del tiempo, con sus oportunidades y limitaciones. En definitiva, en nuestra solitaria carrera en bicicleta, tenemos que actuar como si el tiempo existiese, hacer lo posible por valorar cada segundo, descansar cuando sea necesario, pero continuar siempre en dirección a la Luz Divina, sin dejarse paralizar por los momentos de angustia.
En el alma del hombre se encuentra el alma del mundo, el silencio de la sabiduría. Mientras pedaleamos en dirección a nuestra meta, es bueno preguntarse: “¿Qué es lo bonito que me trae el día de hoy?” El sol puede estar brillando, pero si la lluvia cae, es importante recordar que eso también significa que las nubes negras pronto se disolverán. El cielo termina despejándose, y el sol sigue siendo el mismo, y nunca se acaba –en los momentos de soledad, es importante recordar esto.
Una bonita oración del maestro sufí Dhu’l-Nun (egipcio, fallecido en el 861 a.C.) resume bien la actitud positiva necesaria en estos momentos:
“¡Oh, Dios! Cuando presto atención a las voces de los animales, al rumor de los árboles, al murmullo de las aguas, al gorjeo de los pájaros, al zumbido del viento o al estruendo del trueno, siento en ellos un testimonio de tu unidad; siento que eres el supremo poder, la omnisciencia, la suprema sabiduría, la suprema justicia.
“¡Oh, Dios! Te reconozco en las pruebas por las que estoy pasando. Permite, ¡oh, Dios!, que tu satisfacción sea mi satisfacción. Que yo sea tu alegría, esa alegría que un Padre siente por un hijo. Y que yo me acuerde de Ti con tranquilidad y determinación, incluso cuando resulte difícil decir que Te amo”.
Texto retirado de: La Revista
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