Por Paulo Coelho
El Alquimista
El Alquimista
“Usted no desea conversar, y no puedo ayudarlo. Pero le diré a quien necesita: mi amigo es veterinario, y no acostumbra a hablar con sus pacientes”.
El reino de este mundo
Un viejo ermitaño fue invitado cierta vez a visitar la corte del rey más poderoso de aquella época.
-Envidio a un hombre santo como tú, que se contenta con tan poco– comentó el soberano.
-Yo envidio a Vuestra Majestad, que se contenta con menos que yo– respondió el ermitaño.
-¿Cómo puedes decirme esto, cuando todo el país me pertenece?– dijo el rey, ofendido.
-Justamente por eso. Yo tengo la música de las esferas celestes, tengo los ríos y las montañas del mundo entero, tengo la luna y el sol, porque tengo a Dios en mi alma. Vuestra Majestad, sin embargo, solo posee este reino.
Los huesos del antepasado
Había un rey de España que se enorgullecía mucho de sus antepasados, y que era conocido por su crueldad con los más débiles.
Cierta vez, caminaba con su comitiva por un campo de Aragón, donde –años antes– había perdido a su padre en una batalla, cuando encontró a un hombre santo revolviendo en una enorme pila de huesos.
-¿Qué estás haciendo ahí?– preguntó el rey.
-Honrada sea Vuestra Majestad– dijo el hombre santo. -Cuando supe que el rey de España venía por aquí, decidí recoger los huesos de vuestro fallecido padre para entregároslos. Sin embargo, por más que los busco, no consigo encontrarlos: son iguales a los huesos de los campesinos, de los pobres, de los mendigos y de los esclavos.
Llame a otro tipo de médico
Un poderoso monarca llamó a un santo padre –al que todos atribuían poderes curativos– para que le ayudara a disminuir sus dolores de columna.
-Dios nos ayudará– dijo el hombre santo. Pero antes vamos a entender la razón de estos dolores. Sugiero que Vuestra Majestad se confiese ahora, pues la confesión hace al hombre enfrentar sus problemas, y lo libera de muchas culpas.
Molesto por tener que pensar en tantos problemas, el rey dijo:
-No quiero hablar de estos temas; necesito a alguien que me cure sin hacer preguntas.
El sacerdote salió y volvió media hora más tarde con otro hombre.
-Creo que la palabra puede aliviar el dolor, y ayudarme a descubrir el camino acertado para la cura– dijo. –Sin embargo, usted no desea conversar, y no puedo ayudarlo. Pero le diré a quien necesita: mi amigo es veterinario, y no acostumbra a hablar con sus pacientes–.
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