Por Paulo Coelho
El Alquimista
El Alquimista
“Rezo en silencio por él, por todos aquellos que me ayudaron con mis libros, y por quienes me permitieron leer obras a las que, de otra forma, jamás hubiera tenido acceso, contribuyendo así, de forma anónima, a formar mi vida y mi carácter”.
Pasé la mañana entera explicando que mis intereses no son exactamente los museos y las iglesias, sino los habitantes del país, por lo que sería mucho mejor que fuésemos al mercado. Sin embargo, insistieron. Hoy es fiesta, el mercado está cerrado.
- ¿Dónde vamos?
- A una iglesia. Hoy celebramos un santo muy especial para nosotros, y seguramente también para ustedes. Vamos a su tumba.
- ¿Cuánto se tarda en llegar?
- Veinte minutos.
Esa es la respuesta estándar: por supuesto sé que se tarda mucho más. Pero hasta ahora han respetado todo lo que les he pedido, así que mejor será ceder esta vez.
Estoy en Yereván, Armenia. Veo a lo lejos el monte Ararat cubierto de nieve, contemplo el paisaje a mi alrededor.
Cincuenta minutos más tarde (¡lo sabía!) llegamos a una pequeña ciudad y nos dirigimos a la iglesia repleta. Veo que todos llevan traje y corbata, una ocasión muy formal, y me siento ridículo porque yo solo llevo camiseta y vaqueros. Me reciben miembros de la Unión de Escritores, me entregan una flor, me conducen por en medio de la multitud que asiste a la misa, bajamos por una escalera que hay tras el altar, y me veo frente a una tumba. Entiendo que allí debe de estar enterrado el santo, pero antes de colocar la flor, quiero saber exactamente quién es.
–Es el Santo Traductor.
¡El Santo Traductor! En ese mismo momento se me llenaron los ojos de lágrimas.
Es el 9 de octubre, la ciudad se llama Oshakan, y Armenia, que yo sepa, es el único lugar del mundo que declara fiesta nacional y celebra a lo grande el día del Santo Traductor, San Mesrob. Además de crear el alfabeto armenio (la lengua ya existía, pero solo en su forma hablada), dedicó su vida a transcribir a su lengua materna los textos más importantes de la época, que estaban escritos en griego, persa o cirílico. Él y sus discípulos emprendieron la gigantesca tarea de traducir la Biblia y los clásicos principales de la literatura de su tiempo.
El Santo Traductor
Con la flor en mis manos, pienso en todas aquellas personas a las que nunca conocí, y que tal vez jamás tenga ocasión de conocer, pero que en este momento tienen un libro mío en las manos, intentando dar lo mejor de sí para mantener la fidelidad de lo que quise compartir con mis lectores. Pero pienso, sobre todo, en mi suegro, Christiano Monteiro Oiticica, de profesión traductor, que hoy, rodeado de ángeles y junto a San Mesrob, estará asistiendo a esta escena. Lo recuerdo pegado a su vieja máquina de escribir, quejándose muchas veces de lo mal pagado que estaba su trabajo (lo que desgraciadamente sigue siendo verdad). A continuación, me contaba que el verdadero motivo de continuar con aquella tarea era su entusiasmo por compartir un conocimiento que, si no fuese por los traductores, jamás llegaría al pueblo.
Rezo en silencio por él, por todos aquellos que me ayudaron con mis libros, y por quienes me permitieron leer obras a las que, de otra forma, jamás hubiera tenido acceso, contribuyendo así, de forma anónima, a formar mi vida y mi carácter. Cuando salgo de la iglesia, veo niños escribiendo el alfabeto, dulces en forma de letras, flores y más flores.
Cuando el hombre mostró su arrogancia, Dios destruyó la Torre de Babel y todos empezaron a hablar lenguas diferentes. Pero en Su gracia infinita, creó también un tipo de persona que habría de reconstruir esos puentes y permitir el diálogo y la difusión del pensamiento humano. Ese hombre (o mujer) cuyo nombre pocas veces nos molestamos en averiguar al leer un libro extranjero: el traductor.
Texto retirado de: La Revista
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