No olvides que, antes del Juicio Mayor, que flagela el cuerpo de las civilizaciones, alterando, muchas veces, a golpes de sangre y lágrimas, el destino de las naciones y de los pueblos, usufructuamos todos, por la Misericordia Divina, el privilegio del Juicio Menor, a cuyas decisiones nos exponemos todos los días.
Nos referimos al renacimiento en la vida física, con la prerrogativa de recapitular y aprender de nuevo.
Ahí dentro, en los círculos de la reencarnación, nos encontramos, de nuevo, al frente de la lección, en el reajuste de nuestros propios errores.
Nuestra cuna, en el Plano Físico, por eso mismo, en la mayoría de las circunstancias surge en el campo de nuestros adversarios, para que vayamos a reencontrar en los hilos consanguíneos a nuestros acreedores del pretérito para la cancelación de las deudas que nos ensombrecen la conciencia.
En esa fase de trabajo, la Tierra, con el cuerpo que nos detiene, toma la manera de tribunal, en cuyas celdas somos provisionalmente detenidos para crear atenuantes a nuestras culpas, cuando no podamos extinguirlas del todo, al precio de abnegación y sacrificio.
Nuestros adversarios asumen las funciones de promotor que nos reprueba y nuestros benefactores se elevan a la condición de nuestros abogados, encaminándonos al rescate y a la recuperación clara y justa.
El servicio incesante en el bien, no obstante, es la única fuerza capaz de modificar el ánimo de nuestros acusadores y de fortalecer las disposiciones de aquellos que nos defienden.
He porque, en el Juicio Menor a que nos sometemos, cuando en la posición de encarnados, conviene recordar la preciosidad del tiempo, como factor de socorro a nuestras propias necesidades, movilizándolo integralmente, en la plantación del amor y de la luz, para que nuestras obras hablen por nosotros, ante la Justicia Divina, retirándonos, en fin, las cadenas que traemos del pasado para la liberación de mañana.