Por Paulo Coelho
El Alquimista
El Alquimista
“Con gran sabiduría, decidieron volver a juntarse. Así aprendieron a convivir con las pequeñas heridas que una relación muy próxima podía causarles, ya que lo más importante era el calor del prójimo”.
El león y los gatos
Un león se encontró con un grupo de gatos que conversaban. “Voy a comérmelos”, pensó.
Pero, de forma extraña, comenzó a sentirse más tranquilo. Y decidió sentarse con ellos y prestar atención a lo que decían.
-Mi buen Dios –dijo uno de los gatos, sin darse cuenta de la presencia del león–. ¡Hemos rezado toda la tarde! ¡Hemos pedido que lluevan ratones del cielo!
-Y hasta ahora, ¡no ha pasado nada! –dijo otro–. ¿Será que el Señor no existe?
El cielo permaneció mudo. Y los gatos perdieron la fe.
El león se levantó y siguió su camino, pensando: “Hay que ver lo que son las cosas. Yo iba a matar a estos animales, cuando Dios me lo impidió. Y sin embargo, ellos han dejado de creer en la gracia divina: estaban tan preocupados por lo que les faltaba que no repararon en la protección que recibían”.
En silencio
El árbol estaba tan lleno de manzanas, que sus ramas no se podían mecer con el viento.
-¿Por qué no haces ruido? Al fin y al cabo, todos tenemos nuestra vanidad, y queremos llamar la atención de los demás –dijo el bambú.
-No hace falta. Mis frutos son mi mejor reclamo –respondió el árbol.
La margarita y el egoísmo
“Soy una margarita en un campo de margaritas”, pensaba la flor. “Entre tantas otras, es imposible notar mi belleza”.
Un ángel oyó lo que pensaba y le dijo:
-¡Pero si tú eres muy hermosa!
-¡Pero quiero ser única!
Para no oír más quejas, el ángel la llevó hasta la plaza de una ciudad.
Unos días después, el alcalde fue allí con un jardinero, para reformar el lugar.
-Aquí no hay nada de interés. Cambiaremos la tierra y plantaremos geranios.
-¡Un momento! –gritó la margarita–. ¡Así que pensáis matarme!
-Si hubiese más como tú, podríamos hacer una bella decoración –respondió el alcalde–. Pero es imposible encontrar margaritas en los alrededores, y tú, sola, no haces un jardín.
Y acto seguido arrancó la flor.
Los puercoespines y la solidaridad
El lector Álvaro Conegundes cuenta que durante la era glacial, cuando muchos animales morían de frío, los puercoespines se dieron cuenta de la situación y decidieron juntarse en un grupo. De este modo se darían calor y protección mutua.
Pero las espinas de cada uno de ellos herían a los compañeros más cercanos, por lo que volvieron a apartarse unos de otros.
Empezaron a morir algunos, congelados. Los otros tenían que tomar una decisión: o aceptaban las espinas de sus semejantes, o desaparecerían de la faz de la Tierra.
Con gran sabiduría decidieron volver a juntarse. Así aprendieron a convivir con las pequeñas heridas que una relación muy próxima podía causarles, ya que lo más importante era el calor del prójimo.
Y al final, sobrevivieron.
Dibujo de: Maurício Tadeu
Texto retirado de: La Revista
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