El Alquimista
La luz de la sabiduría tiene muchos tonos y entra en los momentos más inesperados.
El sabor y el idioma
Un maestro zen descansaba con su discípulo. En un momento dado, sacó un melón de su alforja, lo partió en dos, y ambos se pusieron a comer. Cuando llevaban un rato comiendo, el discípulo comentó:
-Mi sabio maestro, sé que todo lo que usted hace tiene una razón de ser. Compartir este melón conmigo tal vez sea una señal de que quiere enseñarme algo.
El maestro continuó comiendo en silencio.
-Por su silencio, entiendo la pregunta oculta –insistió el discípulo–, que debe de ser la siguiente: el gusto que siento al probar esta deliciosa fruta, ¿dónde se encuentra? ¿en el melón o en mi lengua?
El maestro nada dijo. El discípulo continuó:
-Todo en esta vida tiene un sentido, y creo que estoy cerca de la respuesta: el gusto es un acto de amor e interdependencia entre los dos, porque sin el melón no habría un objeto de placer, y sin la lengua...
-¡Basta! –exclamó el maestro–. ¡Los más mentecatos son justo los que se creen más inteligentes, y le buscan a todo una interpretación! El melón está muy bueno, y eso basta. ¡Hazme el favor de dejarme comer en paz!
Ryokan y el ladrón
Ryokan era incapaz de acusar a nadie. Aunque era un gran maestro del budismo zen, nunca se consideró mejor que los demás.
Uno de sus discípulos le pidió que conversase con su hermano, un bandido que tenía a la ciudad aterrorizada. Ryokan fue a casa de este hombre y pasó allí toda la noche.
No se cruzaron ni una palabra.
Por la mañana, el ladrón le ayudó a Ryokan a atarse las sandalias. Mientras lo hacía, las lágrimas del hombre empezaron a caer, mojando los pies del maestro.
-Nunca había estado en la compañía de un sabio –dijo entre sollozos–. Solo he estado con ladrones como yo, o con policías que solo estaban interesados en condenarme. Si Ryokan ha pasado una noche conmigo es porque aún valgo alguna cosa.
Y a partir de aquel día este hombre nunca más cometió ningún crimen.
El Greco y la luz
En una agradable tarde de primavera, un amigo fue a visitar al pintor conocido como El Greco.
Para su sorpresa, lo encontró en su taller, con todas las cortinas echadas.
El Greco trabajaba en un cuadro que tenía como tema central a la Virgen María, y estaba usando apenas una vela para iluminar la estancia. Sorprendido, el amigo comentó:
-Siempre había oído que a los pintores les gusta trabajar a la luz del sol para elegir correctamente los colores que van a usar. ¿Por qué no abres las cortinas?
-Ahora no. Perturbaría el fuego brillante de la inspiración que está incendiando mi alma y llenando de luz todo lo que me rodea.
No se cruzaron ni una palabra.
Por la mañana, el ladrón le ayudó a Ryokan a atarse las sandalias. Mientras lo hacía, las lágrimas del hombre empezaron a caer, mojando los pies del maestro.
-Nunca había estado en la compañía de un sabio –dijo entre sollozos–. Solo he estado con ladrones como yo, o con policías que solo estaban interesados en condenarme. Si Ryokan ha pasado una noche conmigo es porque aún valgo alguna cosa.
Y a partir de aquel día este hombre nunca más cometió ningún crimen.
El Greco y la luz
En una agradable tarde de primavera, un amigo fue a visitar al pintor conocido como El Greco.
Para su sorpresa, lo encontró en su taller, con todas las cortinas echadas.
El Greco trabajaba en un cuadro que tenía como tema central a la Virgen María, y estaba usando apenas una vela para iluminar la estancia. Sorprendido, el amigo comentó:
-Siempre había oído que a los pintores les gusta trabajar a la luz del sol para elegir correctamente los colores que van a usar. ¿Por qué no abres las cortinas?
-Ahora no. Perturbaría el fuego brillante de la inspiración que está incendiando mi alma y llenando de luz todo lo que me rodea.
Texto retirado de: La Revista
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