El Alquimista
“...Aunque todos pasen por momentos de dolor, las generaciones continuarán y su legado perdurará durante mucho tiempo”.
Un hombre muy rico le pidió a un maestro zen un texto que siempre le hiciese recordar lo feliz que era con su familia.
El maestro zen tomó un pergamino y con una bella caligrafía escribió:
-El padre muere. El hijo muere. El nieto muere.
-Pero ¿qué es esto? Yo le pedí alguna cosa que me inspirase, una enseñanza que despertase el respeto de las próximas generaciones de mi familia, ¿y usted me da algo así de deprimente?
-Usted me pidió algo que le hiciese tener presente de manera constante la felicidad de vivir junto a su familia. Si su hijo muriera, el dolor sería devastador para todos. Si fuera el nieto el primero, la experiencia sería asimismo insoportable.
Sin embargo, si su familia va desapareciendo en el orden que puse en el papel, se estará cumpliendo el curso natural de la vida. De esta manera, aunque todos pasen por momentos de dolor, las generaciones continuarán, y su legado perdurará durante mucho tiempo.
Cada cual con su destino
Un samurái conocido por todos por su nobleza y honestidad, visitó en cierta ocasión a un monje zen en busca de consejos. Nada más entrar en el templo en el que rezaba el maestro, se sintió inferior, y pensó que, a pesar de toda una vida luchando por la justicia y la paz, ni siquiera había llegado cerca del estado de gracia del hombre que tenía frente a él.
-¿Por qué estoy sintiéndome tan inferior? –le preguntó al monje cuando este concluyó sus oraciones–. Ya he visto la cara de la muerte muchas veces, mientras defendía a los más débiles, de manera que sé que no tengo de qué avergonzarme. Sin embargo, al verlo meditando, sentí que mi vida no tenía importancia.
-Espere. En cuanto haya atendido a todos los que vengan hoy a verme le daré la respuesta.
Durante el día entero, el samurái permaneció sentado en el jardín del templo, observando a las personas que entraban y salían en busca de consejos. Vio cómo el monje los atendía a todos con la misma paciencia y la misma sonrisa luminosa en su rostro. Pero su estado de ánimo no dejaba de empeorar, pues había nacido para la acción.
Por la noche, cuando ya todos habían partido, él insistió:
-¿Ahora podrá darme alguna enseñanza?
El maestro le pidió que entrase, y lo condujo hasta su cuarto. La luna llena brillaba en el cielo y todo el ambiente inspiraba una profunda tranquilidad.
-¿Ve usted esta luna, lo bella que es? Va a cruzar todo el firmamento, y mañana el sol volverá a brillar de nuevo. Solo que la luz del sol es mucho más fuerte, y logra mostrar los detalles del paisaje que tenemos delante: árboles, montañas, nubes... He contemplado los dos astros durante años y nunca escuché a la luna diciendo: ¿por qué no brillo tanto como el sol? ¿Será que soy inferior a él?
-Claro que no –respondió el samurái–. La luna y el sol son cosas diferentes, y cada uno tiene su propia belleza. No podemos compararlos.
-Entonces, ya sabe la respuesta. Somos dos personas diferentes, cada cual luchando a su manera por lo que cree, y haciendo lo posible por mejorar este mundo. El resto son solo apariencias.
Un hombre muy rico le pidió a un maestro zen un texto que siempre le hiciese recordar lo feliz que era con su familia.
El maestro zen tomó un pergamino y con una bella caligrafía escribió:
-El padre muere. El hijo muere. El nieto muere.
-Pero ¿qué es esto? Yo le pedí alguna cosa que me inspirase, una enseñanza que despertase el respeto de las próximas generaciones de mi familia, ¿y usted me da algo así de deprimente?
-Usted me pidió algo que le hiciese tener presente de manera constante la felicidad de vivir junto a su familia. Si su hijo muriera, el dolor sería devastador para todos. Si fuera el nieto el primero, la experiencia sería asimismo insoportable.
Sin embargo, si su familia va desapareciendo en el orden que puse en el papel, se estará cumpliendo el curso natural de la vida. De esta manera, aunque todos pasen por momentos de dolor, las generaciones continuarán, y su legado perdurará durante mucho tiempo.
Cada cual con su destino
Un samurái conocido por todos por su nobleza y honestidad, visitó en cierta ocasión a un monje zen en busca de consejos. Nada más entrar en el templo en el que rezaba el maestro, se sintió inferior, y pensó que, a pesar de toda una vida luchando por la justicia y la paz, ni siquiera había llegado cerca del estado de gracia del hombre que tenía frente a él.
-¿Por qué estoy sintiéndome tan inferior? –le preguntó al monje cuando este concluyó sus oraciones–. Ya he visto la cara de la muerte muchas veces, mientras defendía a los más débiles, de manera que sé que no tengo de qué avergonzarme. Sin embargo, al verlo meditando, sentí que mi vida no tenía importancia.
-Espere. En cuanto haya atendido a todos los que vengan hoy a verme le daré la respuesta.
Durante el día entero, el samurái permaneció sentado en el jardín del templo, observando a las personas que entraban y salían en busca de consejos. Vio cómo el monje los atendía a todos con la misma paciencia y la misma sonrisa luminosa en su rostro. Pero su estado de ánimo no dejaba de empeorar, pues había nacido para la acción.
Por la noche, cuando ya todos habían partido, él insistió:
-¿Ahora podrá darme alguna enseñanza?
El maestro le pidió que entrase, y lo condujo hasta su cuarto. La luna llena brillaba en el cielo y todo el ambiente inspiraba una profunda tranquilidad.
-¿Ve usted esta luna, lo bella que es? Va a cruzar todo el firmamento, y mañana el sol volverá a brillar de nuevo. Solo que la luz del sol es mucho más fuerte, y logra mostrar los detalles del paisaje que tenemos delante: árboles, montañas, nubes... He contemplado los dos astros durante años y nunca escuché a la luna diciendo: ¿por qué no brillo tanto como el sol? ¿Será que soy inferior a él?
-Claro que no –respondió el samurái–. La luna y el sol son cosas diferentes, y cada uno tiene su propia belleza. No podemos compararlos.
-Entonces, ya sabe la respuesta. Somos dos personas diferentes, cada cual luchando a su manera por lo que cree, y haciendo lo posible por mejorar este mundo. El resto son solo apariencias.
Texto retirado de: La Revista
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