Por Paulo Coelho
El Alquimista
Narciso y el juglar
El lago y Narciso
Casi todo el mundo conoce la historia original (griega) sobre Narciso: un bello joven que todos los días iba a contemplar su rostro en un lago. Estaba tan fascinado consigo mismo que, una mañana, cuando intentaba observarse más de cerca, cayó al agua y acabó muriendo ahogado. En el lugar donde cayó, nació una flor que pasó a ser conocida como narciso.
El escritor Oscar Wilde, no obstante, tiene una manera diferente de finalizar esta historia.
Dice que cuando Narciso murió, vinieron las Oréades –diosas del bosque– y vieron que el agua dulce del lago se había transformado en lágrimas saladas.
-¿Por qué lloras? –le preguntaron las Oréades al lago.
-Lloro por Narciso.
-Ah, no nos extraña que llores por Narciso –prosiguieron ellas-. Al fin y al cabo, aunque todas nosotras siempre corríamos detrás de él por el bosque, tú eras el único que tenías la oportunidad de observar de cerca su belleza.
-Pero, ¿Narciso era bello? –quiso saber el lago.
-¿Y quién podría saberlo mejor que tú? –respondieron, sorprendidas, las Oréades–. ¿Acaso no era en las aguas de tus orillas donde se reflejaba a diario?
El lago permaneció silencioso por algún tiempo. Finalmente, dijo:
-Yo lloro por Narciso, pero nunca me había dado cuenta de que Narciso era hermoso.
»Lloro por él porque, siempre que él se tumbaba junto a mis orillas, yo podía ver, en el fondo de sus ojos, mi propia belleza reflejada.
El juglar de Nuestra Señora
Cuenta una leyenda medieval que, llevando al Niño Jesús en brazos, Nuestra Señora quiso bajar un día a la Tierra para visitar cierto monasterio.
Orgullosos, todos los religiosos hicieron una gran fila, y cada uno se postraba frente a la Virgen, procurando homenajear a la madre y al hijo. Uno declamó bellos poemas, otro le mostró sus iluminaciones para la Biblia, y un tercero recitó todos los nombres de los santos. De esta manera, todos los monjes iban mostrando uno a uno sus talentos y su adoración por los dos.
Al final de la fila se encontraba un religioso, el más humilde del convento, que no había aprendido los sabios textos de la época. Sus padres eran personas sencillas que trabajaban en un viejo circo de los alrededores, y que solo le habían enseñado a hacer algunos malabarismos tirando bolas a lo alto.
Cuando le llegó su turno, los otros monjes hicieron mención de poner fin a los homenajes, pues el antiguo malabarista no tenía nada importante que decir, y podía desprestigiar la imagen del convento. Y sin embargo, en el fondo de su corazón, él también sentía una enorme necesidad de ofrecerles alguna cosa a Jesús y a la Virgen.
Avergonzado, y sintiendo la mirada de recriminación de sus hermanos, se sacó algunas naranjas de los bolsillos y las arrojó a lo alto, realizando algunos juegos malabares –que era lo único que sabía hacer–.
Fue en este preciso momento cuando el Niño Jesús sonrió y se puso a aplaudir en el regazo de Nuestra Señora. Y fue solo a este último religioso a quien la Virgen, extendiendo los brazos, le permitió sostener durante un tiempo a su hijo.
Pintura de: J Bosco
Texto retirado de: La Revista
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