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domingo, 25 de septiembre de 2011

Parte final Manuel va al Paraíso

Por Paulo Coelho 

El Alquimista


En las dos columnas anteriores analicé la vida de Manuel, que anda siempre ocupado, pensando que el trabajo, sea cual sea, da sentido a la vida, y sin preguntarse nunca cuál es ese sentido. Más tarde, Manuel se jubila. Disfruta un poco de la libertad de no tener hora para levantarse y así poder emplear su tiempo en hacer lo que le gusta.

Pero enseguida cae en una depresión: se siente inútil, apartado de la sociedad que él ayudó a construir, abandonado por los hijos, que ya han crecido, incapaz de entender el sentido de la vida, pues jamás se preocupó por responder a la famosa cuestión: “¿Qué hago aquí?”.

Pues bien, un día, nuestro querido, honrado, abnegado Manuel muere, como les sucederá a todos los Manueles, Paulos, Marías, Mónicas de la vida. Y ahora cedo la palabra a Henry Drummond, en su brillante libro El Don Supremo, para describir lo que sucede a partir de ese momento:

Todos nosotros, en algún momento, nos hemos hecho la misma pregunta que se hicieron todas las generaciones anteriores:
¿Qué es lo más importante de nuestra existencia? Queremos emplear nuestros días de la mejor manera posible, puesto que nadie puede vivir la vida por nosotros. Por ello necesitamos saber: ¿hacia dónde debemos dirigir nuestros esfuerzos, cuál es el objetivo supremo que hay que alcanzar?

Estamos acostumbrados a oír que el tesoro más importante del mundo espiritual es la fe. Sobre esta simple palabra se sostienen muchos siglos de religión.

¿Por qué consideramos la fe lo más importante en el mundo? Pues estamos completamente equivocados. En su epístola a los Corintios, capítulo XIII, San Pablo nos conduce a los primeros tiempos del cristianismo. Y termina diciendo: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y el amor, estos tres. Pero el mayor de todos ellos es el amor”.

No se trata de una opinión superficial de San Pablo, autor de estas frases. A fin de cuentas, justo antes, en la misma epístola, hablaba de la fe. Decía:

“Aunque tenga plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy”.
San Pablo no eludió el asunto; antes al contrario, comparó la fe con el amor. Y concluyó:
“(...) el mayor de todos ellos es el Amor.”

San Mateo nos da una descripción clásica del Juicio Final: el Hijo del Hombre se sienta en un trono y separa, cual pastor, las cabras de las ovejas.

En ese momento, la gran pregunta del ser humano no será: “¿Cómo viví?”.
Será: “¿Cómo amé?”.

La prueba final de toda búsqueda de la salvación será el amor. No se tendrá en cuenta lo que hicimos, aquello en lo que creímos, lo que conseguimos.

Por nada de eso habremos de rendir cuentas. Habremos de rendir cuentas por el modo en que amamos al prójimo. Los errores que cometimos ni siquiera serán recordados. Seremos juzgados por el bien que dejamos de hacer. Pues mantener el amor encerrado dentro de sí es ir contra el espíritu de Dios, es la prueba de que nunca lo conocimos, de que Él nos amó en vano, de que su Hijo murió inútilmente. En este caso, nuestro Manuel está a salvo en el momento de su muerte, porque a pesar de no haber dado jamás un sentido a su vida, fue capaz de amar, proveer a su familia y ser digno en aquello que hacía. Sin embargo, aunque tenga un final feliz, el resto de sus días en la Tierra fue muy complicado.

Repitiendo una frase que oí de boca de Simon Peres en el Foro Mundial de Davos: “Tanto el optimista como el pesimista terminan muriendo. Pero los dos aprovecharon la vida de manera completamente diferente”. 
Texto retirado de: La Revista

domingo, 18 de septiembre de 2011

Los sueños de Manuel

Por Paulo Coelho 

El Alquimista


Segunda parte:

“Es un hombre libre y triste, a un paso de la depresión, porque siempre estuvo demasiado ocupado para pensar en el sentido de su vida, mientras los años iban pasando”.

Sus hijos crecen y se van de casa, a él lo ascienden en el trabajo, un día gana un reloj o un bolígrafo en agradecimiento por todos estos años de dedicación, los amigos vierten unas lágrimas, y llega el momento tan esperado: está jubilado, ¡libre para hacer lo que le plazca! 

En los primeros meses, visita de vez en cuando el despacho donde trabajó, charla con sus antiguos compañeros, y se da el gusto de hacer algo con lo que siempre soñó: levantarse más tarde. 

Pasea por la playa, disfruta de su casa de campo, que compró con tanto sudor, descubre la jardinería y poco a poco se va adentrando en el misterio de las plantas y las flores. Viaja, visita museos, aprende en dos horas lo que pintores y escultores de diferentes épocas tardaron siglos en desarrollar, pero por lo menos se queda con la sensación de que está aumentando su cultura. Hace centenares, miles de fotos, y se las envía a los amigos. 

A fin de cuentas, tienen que saber lo feliz que es. Siguen pasando los meses. Manuel aprende que el jardín no sigue exactamente las mismas reglas que el hombre: aquello que plantó tardará en crecer, y de nada sirve ver si el rosal ya tiene brotes. En un momento de sincera reflexión, se da cuenta de que todo lo que se trajo de sus viajes fue un paisaje visto desde un autobús turístico, monumentos que ahora tiene guardados en fotos de 6x9, pero descubre que en realidad nunca consiguió sentir una emoción especial. Estaba más preocupado por contárselo a los amigos que por vivir la mágica experiencia de estar en un país extranjero. 

Continúa viendo los noticiarios de televisión, lee más periódicos, se considera una persona bien informada, capaz de hablar de cosas que antes no tenía tiempo para estudiar. Busca alguien para compartir sus opiniones, pero todo el mundo está inmerso en el río de la vida. Manuel busca consuelo en sus hijos. Ellos siempre lo trataron con gran cariño, pues fue un excelente padre. Pero también ellos tienen otras preocupaciones, aunque todavía consideran su deber participar del almuerzo del domingo. Manuel es un hombre libre, con una situación financiera desahogada, bien informado, con un pasado impecable, pero, ¿y ahora? ¿Qué hacer con esta libertad tan arduamente conquistada? 

Todos lo saludan, lo elogian, pero ninguno de ellos tiene tiempo para él. Poco a poco, Manuel comienza a sentirse triste, inútil, pese a los muchos años de servicio al mundo y a su familia. 

Una noche, un ángel se le aparece en sueños: “¿qué has hecho con tu vida? ¿Intentaste vivirla de acuerdo con tus sueños?”.

Manuel se levanta empapado en sudor frío. ¿Qué sueños? Su sueño era este: conseguir un título, casarse, tener hijos, educarlos, jubilarse, viajar. ¿Por qué ese ángel le hace preguntas tan absurdas? Comienza un nuevo y largo día. Los periódicos. Las noticias de la tele. El jardín. El almuerzo. Dormir un poco. Hacer lo que le apetezca. En este momento, se da cuenta de que no le apetece hacer nada. Manuel es un hombre libre y triste, a un paso de la depresión, porque siempre estuvo demasiado ocupado para pensar en el sentido de su vida, mientras los años iban pasando bajo el puente. Recuerda los versos de un poeta: “pasó por la vida/ no vivió”. Pero como es demasiado tarde para aceptarlo, es mejor cambiar de tema. La libertad, tan duramente conseguida, no pasa de ser un exilio disfrazado.

Texto retirado de: La Revista

domingo, 11 de septiembre de 2011

El sentido de la vida

Por Paulo Coelho 

El Alquimista


Trabajar, trabajar

“Trabajar es una bendición cuando nos ayuda a pensar en lo que estamos haciendo. Pero se convierte en una maldición cuando su única utilidad es evitar que pensemos en el sentido de nuestra vida”.


Manuel necesita estar ocupado. De lo contrario, tiene la sensación de que su vida no tiene sentido, de que está perdiendo el tiempo, de que la sociedad no lo necesita, nadie lo quiere. Por eso, en cuanto se levanta, tiene una serie de tareas: ver las noticias en televisión (quizás sucedió algo durante la noche), leer el periódico (quizá sucedió algo ayer), pedir a su mujer que se encargue de que los niños no lleguen tarde a la escuela, coger el coche, un taxi, el metro, pero siempre concentrado, mirando al vacío, mirando su reloj, si puede ser haciendo algunas llamadas en su teléfono móvil, y asegurándose de que la gente vea que es un hombre importante.

Manuel llega al trabajo, se inclina sobre los papeles que lo esperan. Si es funcionario, hará lo posible para que el jefe vea que ha llegado a la hora. Si es jefe, pondrá a todos a trabajar inmediatamente; si no existen tareas importantes, Manuel se encargará de desarrollarlas, crearlas, establecer nuevas líneas de acción. 

Manuel va a almorzar, pero nunca solo. Si es jefe, se sentará con los amigos, hablará mal de los competidores, se guardará siempre un as en la manga, se quejará (no sin cierto orgullo) del exceso de trabajo. Si Manuel es funcionario, también se sentará con los amigos, se quejará del jefe, dirá que está haciendo muchas horas extra, afirmará en un tono desesperado (y con mucho orgullo) que hay varias cosas en la empresa que dependen de él.  Manuel, jefe o empleado, trabaja toda la tarde. Mira el reloj, se acerca la hora de volver a casa, pero queda aquí un detalle por resolver. Es un hombre honesto, quiere ganarse su sueldo, cumplir las expectativas de los demás, los sueños de sus padres, que tanto se esforzaron para proporcionarle la educación necesaria. 

Finalmente vuelve a casa. Toma un baño, se pone una ropa más cómoda, come con su familia. Pregunta por los deberes de los hijos, las actividades de la mujer. De vez en cuando habla de su trabajo, solo para servir de ejemplo, pues no acostumbra a traerse las preocupaciones a casa. Terminada la cena, los hijos se levantan de la mesa y se sientan delante del ordenador. Manuel, a su vez, se sienta también delante de aquel viejo aparato de su infancia, llamado televisión. De nuevo ve las noticias (quizás haya sucedido algo durante la tarde). 

Va a acostarse, siempre con un libro técnico en la mesa de cabecera. Tanto si es jefe como empleado, sabe que la competencia es grande y que el que no se actualiza corre el riesgo de perder su empleo.  Habla un poco con su mujer, a fin de cuentas, es un hombre agradable, cariñoso, que cuida de su familia. El sueño viene enseguida, Manuel se duerme, sabiendo que al día siguiente estará muy ocupado y hay que reponer fuerzas. Esa noche, Manuel tiene un sueño. Un ángel le pregunta: “¿por qué haces esto?” Él responde que es un hombre responsable. 

El ángel continúa: “¿serías capaz de, al menos durante quince minutos al día, parar un poco, mirar el mundo, mirarte a ti mismo, y simplemente no hacer nada?” Manuel dice que le encantaría, pero no tiene tiempo para eso. “Lo que me dices no es verdad”, dice el ángel. “Todo el mundo tiene tiempo para eso, lo que falta es valor. Trabajar es una bendición cuando nos ayuda a pensar en lo que estamos haciendo. Pero se convierte en una maldición cuando su única utilidad es evitar que pensemos en el sentido de nuestra vida”. 

Manuel se despierta en mitad de la noche, envuelto en sudor frío. ¿Valor? ¿Cómo es posible que un hombre que se sacrifica por los suyos no tenga el valor de parar quince minutos? Más vale volver a dormirse, todo esto no es más que un sueño, estas preguntas no conducen a ninguna parte, y mañana voy a estar muy, muy ocupado.

Texto retirado de: La Revista

domingo, 4 de septiembre de 2011

Asumir responsabilidad

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

¡Nada de prohibir!


En una ciudad de Holanda la señalética del tráfico y otros avisos de advertencias no existen. El resultado: ciudadanos más comprometidos.

Nada más concluir una conferencia en La Haya, Holanda, se me acercó un grupo de lectores. Querían que visitase la ciudad donde vivían, ya que, según ellos, allí se desarrollaba una experiencia única en Europa. 

Estoy vacunado contra las “experiencias únicas en el mundo”, pero al mismo tiempo, me encanta conversar con desconocidos. Así que quedamos para el día siguiente. 

Los lectores, dos muchachas y cuatro muchachos,  me condujeron hasta la ciudad de Drachten. Salimos del coche, ellos se tomaron una cerveza y yo un café. Me miraban, pero yo no entendía qué era lo que estaba pasando. Hasta que uno de ellos preguntó:

- ¿No ha observado nada especial?
Una ciudad pequeña, bonita, con gente caminando por la calle, en un otoño que todavía parecía verano. Aparte de eso, igual a todas las otras ciudades de este mundo que conozco. Pagaron la cuenta, cruzamos la calle para ir a otro bar, pidieron que mirase de nuevo, y yo seguí viendo una Drachten muy agradable, e igual al resto de Europa. 

- Usted me ha decepcionado –dijo una de las muchachas–. Pensaba que usted creía en las señales. 
- Claro que creo en ellas. 
- ¿Y ha visto alguna señal aquí?
- No. 
- ¡Pues de eso se trata! Drachten es una ciudad sin ningún tipo de señal.
Su novio continuó:
- ¡De tráfico!

De repente, me di cuenta de que tenían toda la razón: no había la famosa placa de “stop”, las rayas del paso de peatones, las señales de cruce y de “ceda el paso”.  ¡No había un solo aparato de aquellos que llamamos semáforos, con sus luces rojas, amarillas y verdes! Y, para mi sorpresa, ni siquiera existía la división entre acera y calzada. Y no es que hubiera poco movimiento: camiones, coches, bicicletas, peatones, todos parecían estar perfectamente organizados en medio de un lugar donde no había nada para poner orden en el tráfico. En ningún momento oí un insulto, frenazos repentinos o bocinas ensordecedoras. Camino del aeropuerto me contaron un poco más. La idea nació de un ingeniero, Hans Mondermann. Este hombre trabajaba para el Gobierno holandés en la década de los setenta, cuando empezó a pensar que la única manera de reducir el creciente número de accidentes era dar al conductor la total responsabilidad de lo que hacía. Su primera decisión consistió en reducir la longitud de las calles que pasaban por los pueblecitos, usar ladrillos rojos en lugar de asfalto, quitar la línea central que separa los dos sentidos, destruir los bordillos, y llenar las alamedas con fuentes y paisajes relajantes, de modo que las personas atrapadas en atascos pudiesen distraerse mientras esperaban. Inmediatamente después vino la decisión más radical: quitar las señales de tráfico y acabar con el límite de velocidad. 

Al entrar en la ciudad, los 6.000 conductores que pasaban por allí diariamente se asustaban: ¿dónde puedo girar? ¿Quién tiene prioridad en esta vía? Y de este modo, empezaban a prestar el doble de atención a lo que sucedía a su alrededor? Dos semanas más tarde, la velocidad media estaba por debajo de los 30 km por hora permitidos en localidades como Drachten. Mondermann apostaba fuerte: “Si un peatón va a cruzar la calle, por supuesto que los coches se detendrán: nuestros abuelos ya nos enseñaron las reglas de cortesía”. De momento, el tiempo le da la razón. Llegué al aeropuerto pensando que Mondermann no solo realizó un experimento sobre el tráfico, sino algo mucho más profundo. A fin de cuentas, suya es la frase:  “Si tratas a una persona como a un idiota, se comportará conforme al reglamento, y nada más. Pero si le das responsabilidad, sabrá usarla”. 
Texto retirado de: La Revista
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