La mascota del blog

domingo, 29 de diciembre de 2013

Las dos gotas de aceite: Poder de observación

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

“El secreto de la felicidad está en saber mirar todas las maravillas del mundo, sin olvidarse nunca de las dos gotas de aceite de la cucharilla”.
En lo alto de la pequeña ciudad de Tarifa existe un viejo fuerte construido por los moros. Recuerdo haberme sentado allí con mi mujer, Christina, en 1982, para pararme a contemplar por primera vez el continente que se encuentra al otro lado del estrecho: África. En ese momento no podía imaginar que ese perezoso atardecer inspiraría un pasaje del más famoso de mis libros: El Alquimista. Tampoco podía soñar que la siguiente historia, que me contaron en el coche, serviría como excelente ejemplo para todos los que perseguimos el equilibrio entre el rigor y la compasión.
Cierto mercader envió a su hijo a aprender el Secreto de la Felicidad con el más sabio de todos los hombres. El muchacho anduvo durante cuarenta días por el desierto, hasta llegar a un bello castillo, en lo alto de una montaña. Allí vivía el sabio que el muchacho buscaba.
No obstante, en lugar de encontrar a un hombre santo, nuestro héroe entró en una sala en la que se deparó con una enorme actividad: mercaderes que entraban y salían, personas conversando por los rincones, una pequeña orquesta tocando suaves melodías, y una mesa muy bien servida con los más deliciosos platos de aquella región del mundo.
El sabio conversaba con todos, y el muchacho tuvo que esperar durante dos horas hasta que pudo ser atendido.
Con mucha paciencia, el sabio escuchó atentamente el motivo de la visita del chico, pero le dijo que en ese momento no tenía tiempo para explicarle el Secreto de la Felicidad.
Le sugirió que diese un paseo por su palacio, y regresase al cabo de dos horas.
-De todas maneras, voy a pedirte un favor –añadió, entregándole al muchacho una cucharita de té en la que dejó caer dos gotas de aceite–. Mientras estés caminando, lleva contigo esta cuchara sin derramar el aceite.
El joven empezó a subir y a bajar las escalinatas del palacio sin apartar la mirada de las gotitas de aceite. Dos horas más tarde, regresó ante la presencia del sabio.
-Entonces –preguntó el sabio– ¿ya has visto los tapices de Persia que están en mi comedor, y el jardín que al maestro de los jardineros le llevó diez años concluir? ¿Y te has fijado en los hermosos pergaminos de mi biblioteca?
El muchacho, avergonzado, confesó que no había visto nada de eso. Su única preocupación había sido no derramar las gotas de aceite que el sabio le había confiado.
-En ese caso vuelve y conoce las maravillas de mi mundo –dijo el sabio–. No puedes confiar en alguien hasta que no conoces su casa.
Ya más tranquilo, el joven muchacho tomó una vez más la cucharilla y volvió a pasear por el palacio, pero esta vez fijándose en todas las obras de arte que colgaban del techo y las paredes. Vio los jardines, las montañas de alrededor, la delicadeza de las flores, el refinamiento con que cada obra de arte había sido colocada en su lugar. Por fin, una vez más ante la presencia del sabio, le contó pormenorizadamente todo lo que había visto.
-Pero, ¿dónde están las dos gotas de aceite que te confié? -preguntó el sabio.
Mirando a la cuchara, el joven se dio cuenta de que las había derramado.
-Pues este es el único consejo que puedo darte –dijo el más sabio de los sabios–. El secreto de la felicidad está en saber mirar todas las maravillas del mundo, sin olvidarse nunca de las dos gotas de aceite de la cucharilla.
Texto retirado de: La Revista

domingo, 22 de diciembre de 2013

El juglar de Nuestra Señora: Milagros inesperados

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

“A un hogar dividido, él lleva armonía y paz en la noche más santa del año cristiano. Donde falta amor, él deposita una semilla de fe en el corazón de los niños. Donde el futuro parece negro e incierto, él lleva la esperanza”.
Cuenta una leyenda que, en el país que hoy conocemos como Austria, era costumbre que la familia Burkhard (compuesta por un hombre, una mujer y un niño) animase las ferias navideñas recitando poesías, cantando baladas de antiguos trovadores, y haciendo malabarismos que divertían a todo el mundo. Por supuesto, nunca sobraba dinero para comprar regalos, pero el hombre siempre le decía a su hijo:
-¿Tú sabes por qué el saco de Papá Noel nunca termina de vaciarse, con la de niños que hay en el mundo? Pues porque, aunque está lleno de juguetes, a veces también deben entregarse algunas cosas más importantes, que son los llamados “regalos invisibles”. A un hogar dividido, él lleva armonía y paz en la noche más santa del año cristiano. Donde falta amor, él deposita una semilla de fe en el corazón de los niños. Donde el futuro parece negro e incierto, él lleva la esperanza. En nuestro caso, cuando Papá Noel nos viene a visitar, al día siguiente todos nos sentimos contentos por continuar vivos y por poder realizar nuestro trabajo, que es el de alegrar a las personas. Que esto nunca se te olvide.
Pasó el tiempo, el niño se transformó en un muchacho, y cierto día la familia pasó por delante de la imponente abadía de Melk, que acababa de ser construida.
-Padre, ¿recuerda usted que hace muchos años me contó la historia de Papá Noel y sus regalos invisibles? Creo que cierta vez yo recibí uno de estos regalos: la vocación de hacerme religioso. Aunque la compañía de su hijo les hacía mucha falta, los padres comprendieron y respetaron su deseo. Llamaron a la puerta del convento y fueron recibidos con generosidad y amor por los monjes, que aceptaron al joven Buckhard como novicio.
Llegó la víspera de la Navidad y, justamente ese día, se obró en Melk un milagro muy especial: Nuestra Señora, llevando al Niño Jesús en brazos, decidió bajar a la Tierra para visitar el monasterio.
Sin poder disimular su orgullo, todos los religiosos hicieron una gran fila, y cada uno de ellos se iba postrando ante la Virgen, procurando homenajear a la Madre y al Niño. Uno de ellos les mostró las bellas pinturas que decoraban el local, otro les llevó un ejemplar de una Biblia que había requerido cien años de trabajo para ser manuscrita e ilustrada, y un tercero recitó de corrido el nombre de todos los santos.
Al final de la fila, el joven Buckhard aguardaba ansioso. Sus padres eran personas simples, y solo le habían enseñado a lanzar bolas a lo alto para hacer con ellas algunos malabares.
Cuando le tocó el turno, los otros religiosos querían poner fin a los homenajes, pues el antiguo malabarista no tenía nada importante que decir, y podría dañar la imagen del convento. Sin embargo, también él sentía en lo más hondo una fuerte necesidad de ofrecerles a Jesús y a la Virgen algo de sí mismo.
Avergonzado, sintiendo la mirada recriminatoria de sus hermanos, se sacó algunas naranjas de los bolsillos y comenzó a arrojarlas hacia arriba para atraparlas a continuación, creando un bonito círculo en el aire, al igual que solía hacer cuando él y su familia caminaban por las ferias de la región.
Fue solo entonces cuando el Niño Jesús empezó a aplaudir de alegría en el regazo de Nuestra Señora. Y fue solo a este muchacho a quien la Virgen María le extendió los brazos y le permitió sostener durante un tiempo al Niño, que no dejaba de sonreír.
Texto retirado de: La Revista

domingo, 15 de diciembre de 2013

La grandeza de Dios: A través de cosas simples

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

“Y yo me doy cuenta de que estoy viviendo un momento inolvidable en mi vida, algo de lo que solemos darnos cuenta cuando el momento mágico ya ha pasado. Estoy allí por entero, sin pasado, sin futuro, viviendo solo...”.

En medio de un bosque cercano a la ciudad de Azereix, en el suroeste de Francia, hay una pequeña colina cubierta de árboles. Con una temperatura que roza los 40 grados centígrados, en un verano con casi 5.000 muertos en los hospitales a causa del calor, viendo los campos de maíz ya completamente destruidos por la sequía, uno no tiene muchas ganas de caminar. Sin embargo, le digo a mi mujer: Después de haberte dejado en el aeropuerto, di un paseo por este bosque y encontré un camino muy bonito. ¿Quieres verlo?
Christina divisa una mancha blanca a través del follaje. ¿Qué es?
-Una pequeña ermita.
Le digo que el camino pasa por allí, pero la única vez que pasé por allí estaba cerrada. Habituados como estamos a las montañas y los campos, sabemos que Dios está en todas partes, y no es necesario entrar en una construcción hecha por el hombre para poder encontrarlo. Muchas veces, durante nuestras largas caminatas, rezamos en silencio, escuchando la voz de la naturaleza y entendiendo que el mundo invisible siempre se manifiesta en el mundo visible. Después de media hora de subida, la ermita aparece en mitad del bosque y surgen las preguntas de siempre: ¿quién la construyó? ¿A qué santo o santa está dedicada?
Y a medida que nos acercamos, oímos una música y una voz que parece llenar de alegría el aire que nos rodea. “La otra vez que estuve aquí no estaban estos altavoces”, me digo, extrañado ante el hecho de que alguien pusiera música para atraer a los visitantes en un camino pocas veces recorrido.
Pero al contrario de lo que ocurrió en mi caminata anterior, la puerta está abierta. Entramos, y parece que estamos en otro mundo: la capilla iluminada por la luz de la mañana, una imagen de la Inmaculada Concepción en el altar, tres hileras de bancos, y, en un rincón, en una suerte de éxtasis, una joven de aproximadamente 20 años de edad, tocando el violín y cantando, con los ojos fijos en la imagen delante de ella.
Enciendo las tres velas que acostumbro a encender cuando entro por primera vez en una iglesia (por mí, por mis amigos y lectores, y por mi trabajo). Enseguida miro hacia atrás: la chica ha notado nuestra presencia, sonríe y sigue tocando.
Desciende entonces desde los cielos sobre nosotros la sensación de estar en el paraíso. Como si pudiera entender lo que está sucediendo en mi corazón, ella combina música y silencio, y de vez en cuando levanta una plegaria.
Y yo me doy cuenta de que estoy viviendo un momento inolvidable en mi vida, algo de lo que solemos darnos cuenta cuando el momento mágico ya ha pasado. Estoy allí por entero, sin pasado, sin futuro, viviendo solo esa mañana, esa música, esa dulzura, esa plegaria inesperada. Entro en una especie de adoración, de éxtasis, de gratitud por estar vivo. Después de muchas lágrimas y de lo que me parece una eternidad, la chica hace una pausa, y mi mujer y yo nos levantamos, le damos las gracias, y yo le digo que me gustaría enviarle un regalo por haberme llenado de paz el alma. Ella dice que acude a ese lugar todas las mañanas y que esa es su manera de rezar. Yo insisto en el regalo, y ella, tras dudar, me da la dirección de un convento.
Al día siguiente le envío uno de mis libros, y al cabo de poco tiempo recibo su respuesta, en la que me comenta que aquel día salió de allí con el alma inundada de alegría porque la pareja que había entrado participó de la adoración y el milagro de la vida.
En la sencillez de aquella capilla, en la voz de la chica, en la luz de la mañana que lo inundaba todo, una vez más comprendí que la grandeza de Dios siempre se muestra a través de las cosas simples.

Texto retirado de: La Revista

sábado, 14 de diciembre de 2013

El hombre inteligente

En verdad, el hombre inteligente no es aquel que sólo calcula, sino el que transforma su raciocinio en emoción para comprender la vida y sublimarla. Pudiendo atraer las riquezas del mundo, se abstiene del exceso para vivir con simplicidad, sin perturbar las necesidades ajenas. Guardando el conocimiento superior, no se encierra en el orgullo, mas se aproxima al ignorante para ayudarlo a instruirse.
Disponiendo de medios para hacer que el prójimo se esclavice a su interés, trabaja espontáneamente por el placer de servir. Y atesorando virtudes irreprochables, no huye a la convivencia con las víctimas del mal, actuando, sin escarnio o condena, para liberarlas del vicio.
El hombre inteligente, según el modelo de Jesús, es aquel que siendo grande sabe empequeñecerse para ayudar a los que caminan en diferente nivel, consagrándose al bien de los otros para que los otros compartan su ascensión hacia Dios.
Dictado por el espíritu: Emmanuel
Extraído del libro "
Religión de los Espíritus"

Pintura de: Shinya Okayama
Tomada del blog TODO POR EL ARTE
Texto retirado de: Luz Espiritual

domingo, 8 de diciembre de 2013

¿Vienen tormentas? Aprendizaje de vida

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

Es mejor dominar el miedo. Como cualquier otra tormenta, trae consigo destrucción, pero al mismo tiempo moja los campos, y la sabiduría del cielo desciende junto con su lluvia.

Sé que se avecina una tormenta, porque puedo mirar a lo lejos y ver lo que sucede en el horizonte. Por supuesto, la luz ayuda: el final del atardecer hace más nítido el contorno de las nubes. Veo también el destello de los relámpagos.
Ni un solo ruido. El viento no sopla ni más fuerte ni más débil que antes. Pero sé que se acerca una tormenta, porque estoy acostumbrado a mirar al horizonte.
Me detengo. No hay nada más emocionante o terrorífico que mirar una tormenta que se aproxima. El primer pensamiento que se me ocurre es ir a buscar cobijo, pero eso puede ser peligroso. Puede ser una especie de trampa, pues de aquí a poco tiempo el viento empezará a soplar, y puede que tenga fuerza suficiente como para arrancar tejados, derribar árboles, destruir cables de alta tensión.
Recuerdo un viejo amigo que de niño vivió en Normandía, y pudo presenciar el desembarco de las tropas aliadas en la Francia ocupada por los nazis. No he olvidado sus palabras: “Me levanté y el horizonte estaba lleno de barcos de guerra. En la playa al lado de mi casa, los soldados alemanes contemplaban la misma escena que yo. Pero lo que más me aterrorizaba era el silencio. Un silencio total, que precede a un combate a vida o muerte”.
Y ese mismo silencio me rodea. Y poco a poco es sustituido por el murmullo, muy suave, de la brisa en los campos de maíz a mi alrededor. La presión atmosférica está cambiando. La tormenta está cada vez más cerca, y el silencio comienza a ser sustituido por el suave rumor de las hojas.
He presenciado muchas tormentas en mi vida. La mayor parte me pilló por sorpresa, por lo que tuve que aprender, y muy rápidamente, a mirar más lejos, a entender que no soy capaz de controlar el tiempo, a practicar el arte de la paciencia y a respetar la furia de la naturaleza. Las cosas no siempre suceden como uno quiere y más vale hacerse a la idea.
Hace muchos años, compuse una canción que decía “perdí el miedo a la lluvia / pues la lluvia, al volver a la tierra, trae cosas del aire”. Es mejor dominar el miedo. Ser digno de aquello que escribí, y entender que, por muy malo que sea el vendaval, en algún momento pasará.
El viento ha aumentado de velocidad. Estoy en un campo abierto, hay árboles en el horizonte que, por lo menos en teoría, atraerán los rayos. Mi piel es impermeable, por muy empapada que tenga la ropa. Por lo tanto, más vale disfrutar de esta vista, en lugar de salir corriendo en busca de cobijo.
Pasa media hora. A mi abuelo, ingeniero, le gustaba enseñarme las leyes de la física mientras nos divertíamos: “Después de ver el rayo, cuenta los segundos y multiplícalos por 340 metros, que es la velocidad del sonido. Así sabrás siempre a qué distancia suenan los truenos”. Un poco complicado, pero me acostumbré a hacerlo desde niño: en este momento, la tormenta se encuentra a dos kilómetros de distancia.
Aún hay suficiente claridad para que pueda ver el contorno de las nubes que los pilotos llaman CB, cumulonimbos, con su forma de yunque, como si un herrero estuviese martilleando los cielos, forjando espadas para dioses enfurecidos, que en este momento deben de estar sobre la ciudad de Tarbes.
Veo la tormenta que se aproxima. Como cualquier otra tormenta, trae consigo destrucción, pero al mismo tiempo moja los campos, y la sabiduría del cielo desciende junto con su lluvia. Como cualquier otra tormenta, pasará. Cuanto más violenta sea, más rápido lo hará.
Gracias a Dios, aprendí a enfrentarme a las tormentas.

Texto retirado de: La Revista

domingo, 1 de diciembre de 2013

Khalil Gibran: Más presente que nunca

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

“El amor no da nada y no quiere nada más allá de sí mismo. El amor no posee ni puede ser poseído, pues él solo se basta. Y no intentéis dirigir su curso...”.

En su libro El profeta, Khalil Gibran, posiblemente el escritor libanés contemporáneo más conocido, cuenta la historia de Al-Mustafá, un hombre que, tras muchos años de ausencia, decide volver a su tierra. Los habitantes de la aldea donde pasó este tiempo le piden que les enseñe todo lo que aprendió. A continuación, algunos fragmentos (editados) de este clásico del siglo XX:

El matrimonio

Vosotros nacisteis juntos, y juntos estaréis también cuando las alas blancas de la muerte pongan fin a vuestros días, pues continuaréis unidos en la memoria silenciosa de Dios.
Pero dejad que haya espacio entre  los dos. Que pueda el cielo pasar entre vuestros cuerpos.
Amad, pero no transforméis el amor en una atadura.
Que el uno llene el cuerpo del otro, pero jamás bebáis los dos del mismo vaso.
Cantad y danzad, estad alegres, pero que cada uno mantenga su independencia: las cuerdas de un laúd están solas, aunque vibren todas con la misma música.
Entregad vuestro corazón, pero no para que vuestro compañero lo posea, pues solo la mano de la vida puede contener corazones enteros.
Permaneced unidos, pero no demasiado juntos, pues los pilares de un templo están separados.
El roble no crece a la sombra del ciprés, ni el ciprés puede crecer a la sombra del roble. 

Los hijos

Vuestros hijos no son vuestros hijos, son los hijos de la vida. Vienen a través de vosotros, pero no os pertenecen.
Podéis darles vuestro amor, pero no vuestros pensamientos, pues ellos tienen sus propios sueños.
Podéis proteger sus cuerpos, pero no sus almas, pues estas habitan la casa del mañana, que vosotros no podéis visitar ni en vuestros sueños.
Podéis intentar ser como ellos, pero no intentéis que ellos se comporten como vosotros, pues la vida no retrocede ni se deja seducir por el día de ayer.
Vosotros sois el arco del que vuestros hijos, como flechas vivas, son impulsados hacia adelante; dejad que la mano del Arquero trabaje, porque así como Él ama la flecha que vuela, también ama el arco, que permanece estable.

El amor

Cuando el amor llama, obedeced a su llamada, aunque el camino sea duro y difícil.
Cuando sus alas se abran, entregaos a él, aunque la espada allí escondida termine causando heridas.
Y cuando el amor diga algo, creed en él, aunque su voz destruya vuestros sueños como el viento del norte devasta los jardines.
Porque el amor glorifica y crucifica. Hace crecer las ramas, y las poda. Atormenta a los hombres, hasta que están flexibles y dóciles. Los quema en fuego divino, para que puedan convertirse en un pan sagrado que será consumido en el banquete de Dios.
Sin embargo, si tenéis miedo, y del amor no queréis encontrar más que la paz y el placer, más os vale apartaros de su puerta y buscar otro mundo donde podáis reír sin toda la alegría, y llorar sin derramar todas las lágrimas.
El amor no da nada y no quiere nada más allá de sí mismo. El amor no posee ni puede ser poseído, pues él solo se basta.
Y no intentéis dirigir su curso: si el amor encuentra que sois dignos, él os dirigirá hasta donde debáis llegar.

Texto retirado de: La Revista
Blog Widget by LinkWithin