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miércoles, 30 de mayo de 2012

Examina tu aflicción

Examina tu aflicción para que tu inquietud no se convierta en arrolladora tempestad emotiva. Todas las aflicciones se caracterizan por tipos y nombres especiales.
La aflicción del egoísmo se llama egolatría.
La aflicción del vicio se llama delincuencia.
La aflicción de la agresividad se llama cólera.
La aflicción del crimen se llama remordimiento.
La aflicción del fanatismo se llama intolerancia.
La aflicción de la huida se llama cobardía.
La aflicción de la envidia se llama despecho.
La aflicción de la liviandad se llama insensatez.
La aflicción de la indisciplina se llama desorden.
La aflicción de la brutalidad se llama violencia.
La aflicción de la pereza se llama rebeldía.
La aflicción de la vanidad se llama locura.
La aflicción de la relajación se llama evasiva.
La aflicción de la indiferencia se llama desánimo.
La aflicción de la inutilidad se llama queja.
La aflicción de los celos se llama desesperación.
La aflicción de la impaciencia se llama intransigencia.
La aflicción de la avaricia se llama miseria.
La aflicción de la injusticia se llama crueldad.
Cada criatura tiene su propia aflicción.
La aflicción del reino doméstico y de la esfera profesional, del raciocinio y del sentimiento…
Los corazones unidos al Sumo Bien, no obstante, saben que soportar las aflicciones menores del camino es evitar las aflicciones mayores de la vida y, por ello, sólo ellos, héroes anónimos de la lucha cotidiana, consiguen recibir y acumular en sí mismos los talentos de amor y paz reservados por Jesús a los sufridores de la Tierra, cuando pronunció en el monte la divina promesa:
“¡Bienaventurados los afligidos!”

Dictado por el espíritu Emmanuel

Pintura de: Claire Pinatel
Tomada del blog Recogedor

Texto retirado de: Luz Espiritual


martes, 29 de mayo de 2012

En el mall: Un pianista clásico

Por Paulo Coelho

El Alquimista

“Cuando pensemos que nadie presta atención a lo que estamos haciendo, recordemos a este pianista: él estaba conversando con Dios a través de su trabajo, y el resto no tenía la menor importancia”.
Estoy distraído por un centro comercial, acompañado de una amiga violinista. Úrsula, nacida en Hungría, figura destacada en dos filarmónicas internacionales. De repente, me agarra del brazo: -¡Escucha!- me dice. Solo oigo voces de personas y demás ruidos propios de un mall.
-¿Acaso no es maravilloso?
Respondo que no he oído nada maravilloso o fuera de lo normal. Pero al escuchar con más atención, resulta evidente que la música es en vivo. Están tocando en este momento una sonata de Chopin, y ahora que consigo concentrarme, las notas parecen ahogar todo el barullo que nos rodea.
Caminamos por los pasillos llenos de gente, de tiendas, de ofertas, de cosas que, según los anuncios, todo el mundo tiene, excepto usted o yo. Llegamos a la zona de restaurantes: gente comiendo, hablando, discutiendo, leyendo el periódico, y una de esas atracciones que todo centro comercial procura ofrecer. En este caso, un pianista y su piano.
Toca otras dos sonatas de Chopin, y después de Schubert, Mozart. Debe de tener unos 30 años; una placa colocada al lado del pequeño palco explica que se trata de un famoso músico de Georgia (antigua república soviética). Debe de haber buscado trabajo, y, después de no encontrar más que puertas cerradas, se desesperó, se resignó, y ahora está aquí.
Pero no estoy seguro de que esté aquí: sus ojos se dirigen hacia el mundo mágico donde esas músicas fueron compuestas, sus manos comparten con todos el amor, el alma, el entusiasmo, lo mejor de sí mismo, sus años de estudio, de concentración, de disciplina.
Solo parece no haber entendido una cosa: nadie, absolutamente nadie ha venido aquí para oírlo, sino para comprar, comer, distraerse, ver escaparates, encontrarse con amigos.
Una pareja se detiene a nuestro lado, hablando en voz alta, y luego sigue adelante. El pianista no lo ha visto, sigue conversando con los ángeles de Mozart. Tampoco ha visto que hay una audiencia de dos personas, una de las cuales, virtuosa del violín, lo escucha con lágrimas en los ojos.
Recuerdo una capilla donde una vez entré por casualidad y vi a una joven tocando para Dios. Pero era una capilla, y aquello tenía sentido. En este caso, nadie lo oye, tal vez ni siquiera el mismo Dios.
Mentira. Dios lo oye. Dios está en el alma y en las manos de este hombre, porque está dando lo mejor de sí mismo, sin importarle ningún reconocimiento ni el dinero que reciba. Toca como si estuviese en La Scala de Milán o en la ópera de París. Toca porque ese es su destino, su alegría, su razón de vivir.
Me embarga una sensación de profunda reverencia, de profundo respeto por un hombre que en este momento me está recordando una lección importantísima: cada uno tiene una leyenda personal por cumplir, y punto final. No importa si los demás te apoyan, te critican, no te hacen caso o te toleran; tú haces aquello porque es tu destino en este mundo, es la fuente de toda alegría.
El pianista termina otra pieza de Mozart, y por primera vez se da cuenta de nuestra presencia. Nos saluda con un educado y discreto movimiento de cabeza, y nosotros hacemos lo propio. Pero enseguida vuelve a su paraíso, y es mejor dejarlo allí, sin que nada en este mundo pueda estorbarlo, ni siquiera nuestros tímidos aplausos. Nos sirve de ejemplo a nosotros.
Cuando pensemos que nadie presta atención a lo que estamos haciendo, recordemos a este pianista: él estaba conversando con Dios a través de su trabajo, y el resto no tenía la menor importancia.

Texto retirado de: La Revista



martes, 22 de mayo de 2012

Experiencia sin diploma: Educación y oficio

Por Paulo Coelho

El Alquimista

“El gerente asombrado dijo: –¿Entonces el señor consiguió todo esto siendo analfabeto? –Lo conseguí con esfuerzo y dedicación. ¡Enhorabuena! ¡Y sin haber ido jamás a la escuela!”.
Almir Ghiaronni, un lector, me envió una interesante historia. El campanero del interior me recuerda a ciertos episodios que me han sucedido a lo largo de la vida y que en su momento viví como derrotas, pero que con el transcurso de los años se transformaron en bendiciones.
Por ejemplo cuando El Alquimista fue ofrecido a los grandes grupos editoriales de Francia,  ninguno se interesó. Una pequeña editorial decidió firmar el contrato con aquel desconocido autor brasileño. El libro se convirtió en uno de los más vendidos en toda la historia del mercado francés y batió récord de permanencia en las listas de los más vendidos.
Hoy, conociendo mejor el mercado internacional, tengo la certeza de que si hubiese sido publicado por uno de aquellos conglomerados, mis oportunidades hubieran sido nulas, ya que habría estado compitiendo en sus catálogos con autores de gran renombre. Pero fui publicado por un editor novel, entusiasta (en este caso una editora, Anne Carrière, que más tarde escribió un libro al respecto). Eso marcó la diferencia.
La historia
Un hombre humilde, sin ninguna formación, trabajaba en la iglesia de una pequeña ciudad brasileña. Su trabajo consistía en dar las campanadas a las horas que determinara el padre.
Pero un día cambiaron las leyes: el obispo de la región decidió que todos los funcionarios de las parroquias de su obispado tenían que tener como mínimo estudios primarios. De esta manera pensaba estimular la educación pública; pero para el viejo campanero, analfabeto y demasiado mayor para empezar de nuevo, aquello significó el fin de su trabajo.
Recibió una pequeña indemnización, los agradecimientos de turno, y una carta que daba por terminada su actividad en la iglesia.
Un día, no teniendo nada que hacer, se sentó en un banco de la plaza para liar su cigarro de paja. Les pidió prestado un poco a dos amigos que se encontraban allí, pero todos estaban con el mismo problema: había que ir a la ciudad vecina para comprar tabaco.
–Tienes tiempo de sobra– dijo uno de los amigos. Tú vas a comprar tabaco y nosotros te pagamos una comisión.
El excampanero empezó a realizar esa tarea regularmente. Con el tiempo vio que faltaban muchas otras cosas en la ciudad y comenzó a traer encendedores, periódicos, y demás, hasta que se vio obligado a abrir una tienda.
Como era un hombre de bien que buscaba la satisfacción de sus clientes, la tienda prosperó, el hombre amplió su negocio y terminó convirtiéndose en uno de los empresarios más respetados. Pero trabajaba con mucho dinero y un buen día se hizo necesario abrir una cuenta bancaria.
El gerente lo recibió con los brazos abiertos, el viejo sacó una bolsa llena de dinero en billetes de alta denominación, el primero rellenó su ficha y finalmente le pidió al viejo que firmara. –Lo siento –dijo–. No sé escribir.
El gerente asombrado dijo: –¿Entonces el señor consiguió todo esto siendo analfabeto? –Lo conseguí con esfuerzo y dedicación.
–¡Enhorabuena! ¡Y sin haber ido jamás a la escuela! ¡Imagine hasta dónde hubiera llegado si hubiera podido estudiar!
El viejo sonrió: Puedo imaginármelo muy bien. Si hubiera estudiado, aún estaría dando las campanadas en aquella iglesia que el señor puede ver desde su ventana.

Texto retirado de: La Revista


sábado, 19 de mayo de 2012

Cuento sufi: Significados de la vida

Por Paulo Coelho

El Alquimista

“¿Cómo sabes si esto es una desgracia?. ¡Cómo sabes si eso es una bendición? Y los hombres de aquella aldea entendieron que, más allá de las apariencias, la vida tiene otros significados”.
Hace muchos años, en una  pobre aldea china, vivía un labrador con su hijo. Su único bien material, aparte de la tierra y de la pequeña casa de paja, era un caballo que había  heredado de su padre.
Un buen día el caballo se escapó, dejando al hombre sin  animal para labrar la tierra. Sus vecinos –que lo respetaban mucho por su honestidad y diligencia– acudieron a su casa para decirle cuanto lamentaban lo ocurrido. Él les agradeció la visita, pero preguntó:
-¿Cómo podéis saber que lo que ocurrió ha sido una desgracia en mi vida? Alguien comentó en voz baja con un amigo: “Él no quiere aceptar la realidad, dejemos que piense lo que quiera, con tal de que no se entristezca por lo ocurrido”.
Y los vecinos se marcharon, fingiendo estar de acuerdo con lo que habían escuchado.
Una semana después, el caballo retornó al establo, pero no venía solo: traía a una hermosa yegua como compañía. Al saber eso, los habitantes de la aldea –alborozados, porque solo ahora entendían la respuesta que el hombre les había dado–  retornaron a casa del labrador, para felicitarlo por su suerte.
- Antes tenías solo un caballo, y ahora tienes dos. ¡Felicitaciones!, dijeron.
- Muchas gracias por la visita y por vuestra solidaridad, respondió el labrador. ¿Pero cómo podéis saber que lo que ocurrió es una bendición en mi vida?
Desconcertados  y pensando que el hombre se estaba volviendo loco, los vecinos se marcharon, comentando por el camino “¿será posible que este hombre no entienda que Dios le ha enviado un regalo?”.
Pasado un mes, el hijo del labrador  decidió domesticar la yegua. Pero el animal saltó de una manera inesperada, y el muchacho tuvo una mala caída, rompiéndose una pierna.
Los vecinos retornaron a la casa del labrador, llevando obsequios para el joven herido. El alcalde de la aldea, solemnemente, presentó sus condolencias al padre, diciendo que todos estaban muy tristes por lo que había sucedido.
El hombre agradeció la visita y el cariño de todos. Pero preguntó: ¿cómo podéis vosotros saber si lo ocurrido ha sido una desgracia en mi vida?
Esta frase dejó a todos estupefactos, pues nadie puede tener la menor duda de que un accidente con un hijo es una verdadera tragedia. Al salir  de la casa del labrador, comentaban entre sí: “Realmente se ha vuelto loco; su único hijo se puede quedar cojo para siempre y aún tiene dudas de que lo ocurrido es una desgracia”.
Transcurrieron algunos meses y Japón declaró la guerra a China. Los emisarios del emperador recorrieron todo el país en busca de jóvenes saludables para ser enviados al frente de batalla. Al llegar a la aldea reclutaron a todos los jóvenes, excepto al hijo del labrador  que estaba con la pierna rota.
Ninguno de los muchachos retornó vivo. El hijo se recuperó, los dos animales dieron crías que fueron vendidas y rindieron un buen dinero. El labrador pasó a visitar a sus vecinos para consolarlos y ayudarlos, ya que se habían mostrado solidarios con él en todos los momentos.
Siempre que alguno de ellos se quejaba, el labrador decía: “¿Cómo sabes si esto es una desgracia?”. Si alguien se alegraba mucho, él preguntaba: “¡Cómo sabes si eso es una bendición?” Y los hombres de aquella aldea entendieron que, más allá de las apariencias, la vida tiene otros significados.

Texto retirado de: La Revista


martes, 15 de mayo de 2012

Reyes y sus sabios: Todos somos iguales


Por Paulo Coelho

El Alquimista

“Usted no desea conversar, y no puedo ayudarlo. Pero le diré a quien necesita: mi amigo es veterinario, y no acostumbra a hablar con sus pacientes”.
El reino de este mundo
Un viejo ermitaño fue invitado cierta vez a visitar la corte del rey más poderoso de aquella época.
-Envidio a un hombre santo como tú, que se contenta con tan poco– comentó el soberano.
-Yo envidio a Vuestra Majestad, que se contenta con menos que yo– respondió el ermitaño.
-¿Cómo puedes decirme esto, cuando todo el país me pertenece?– dijo el rey, ofendido.
-Justamente por eso. Yo tengo la música de las esferas celestes, tengo los ríos y las montañas del mundo entero, tengo la luna y el sol, porque tengo a Dios en mi alma. Vuestra Majestad, sin embargo, solo posee este reino.

Los huesos del antepasado
Había un rey de España que se enorgullecía mucho de sus antepasados, y que era conocido por su crueldad con los más débiles.
Cierta vez, caminaba con su comitiva por un campo de Aragón, donde –años antes– había perdido a su padre en una batalla, cuando encontró a un hombre santo revolviendo en una enorme pila de huesos.
-¿Qué estás haciendo ahí?– preguntó el rey.
-Honrada sea Vuestra Majestad– dijo el hombre santo. -Cuando supe que el rey de España venía por aquí, decidí recoger los huesos de vuestro fallecido padre para entregároslos. Sin embargo, por más que los busco, no consigo encontrarlos: son iguales a los huesos de los campesinos, de los pobres, de los mendigos y de los esclavos.

Llame a otro tipo de médico
Un poderoso monarca llamó a un santo padre –al que todos atribuían poderes curativos– para que le ayudara a disminuir sus dolores de columna.
-Dios nos ayudará– dijo el hombre santo. Pero antes vamos a entender la razón de estos dolores. Sugiero que Vuestra Majestad se confiese ahora, pues la confesión hace al hombre enfrentar sus problemas, y lo libera de muchas culpas.
Molesto por tener que pensar en tantos problemas, el rey dijo:
-No quiero hablar de estos temas; necesito a alguien que me cure sin hacer preguntas.
El sacerdote salió y volvió media hora más tarde con otro hombre.
-Creo que la palabra puede aliviar el dolor, y ayudarme a descubrir el camino acertado para la cura– dijo. –Sin embargo, usted no desea conversar, y no puedo ayudarlo. Pero le diré a quien necesita: mi amigo es veterinario, y no acostumbra a hablar con sus pacientes–.

Texto retirado de: La Revista


sábado, 5 de mayo de 2012

Parte final La crisis y sus artimañas

Por Paulo Coelho

El Alquimista

“He sufrido muchas crisis en mi vida, y creo que he cometido todos los errores aquí descritos. Hasta que, tal vez en la peor de todas mis crisis, aparecieron los amigos. Desde entonces, lo primero que hago es, simplemente, pedir ayuda”.
El domingo pasado escribí aquí sobre lo que sucede cuando subestimamos las señales que los problemas nos envían. Utilicé, como hilo conductor, el libro El Síndrome de Aquiles, del periodista Mario Rosa.
Con textos adaptados concluiré esta cuestión, con la opinión de otros estudiosos (Helio Fred García de la Universidad de Nueva York; y Daí Williams, de Eos Career Services, y de la Universidad de Australia del Sur).
No hacer caso del problema María sabe que Juan, su marido, está a punto de ser despedido del trabajo, lo cual pondrá a la familia en serios aprietos. Sin embargo, como Juan no menciona el asunto, ella finge que no se da cuenta.
Negar el problema Juan, por su parte, piensa que gracias a los contactos que ha hecho a lo largo de su vida, conseguirá una nueva oportunidad y, por lo tanto, no ve que está en una situación difícil. Olvida una de las leyes más duras de la vida, ya enunciada por Jesús: “Al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará”. En el momento en que pierda su empleo, todos estos contactos desaparecerán también, porque Juan ya no tendrá nada que ofrecer a cambio.
Negarse a pedir ayuda Juan y María han vivido muchos años juntos y se conocen muy bien. Juan tiene la cabeza llena de problemas, ya que la crisis absorbe todas las energías del ser humano. María tal vez pudiese ayudarle, pero el orgullo no deja a Juan compartir sus dificultades. El resultado es que, incapaz de pensar con lucidez, Juan se hunde más en el océano de sus dificultades.
Mentir o decir medias verdades Un día, María se arma de valor y, a la hora de acostarse, pregunta si algo va mal. Juan responde: “Estoy pensando cambiar de empleo”. Claro que, desde el punto de vista jurídico, eso se puede considerar verdad: Juan, al estar a punto de ser despedido, vive realmente pensando en encontrar un nuevo empleo. María no dice nada más. La presión sobre Juan aumenta, porque recela que su mujer sospecha algo, pero ahora que ya ha mentido, no puede usar la verdad como instrumento salvador.
Culpar a los demás Juan sabe que es un hombre de bien, que siempre ha sido honrado en el trabajo, y ha intentado dar lo mejor de sí. Piensa que su jefe es injusto, que no se merece lo que le está pasando. Tal vez el jefe esté viviendo el mismo drama, pues a todos los mueven unas entidades abstractas llamadas empresas. Sin embargo, frente a lo que considera un absurdo, en lugar de mantener la cabeza fría para hacer frente al momento, piensa que el mundo está hecho de gente malvada y cruel.
Sobrestimar la propia capacidad Juan empieza a decirse que tiene talento, que es capaz de hacer esto y aquello, y acaba convenciéndose de que no está frente a una crisis y sí ante una nueva oportunidad. Juan tiene mucho talento, pero eso no basta, porque no está preparado para el golpe, que lo deja sin entusiasmo.
Una vez que se han dado todos los pasos equivocados, llega el día y Juan es despedido. A partir de entonces, la familia ya está al borde del abismo, todo por haber negado una fatalidad.
He sufrido muchas crisis en mi vida y creo que he cometido todos los errores aquí descritos. Hasta que, tal vez en la peor de todas mis crisis, aparecieron los amigos.  Desde entonces, lo primero que hago es, simplemente, pedir ayuda. Evidentemente, la decisión final será mi responsabilidad, pero, en lugar de intentar hacerme siempre el fuerte, jamás me he arrepentido de haberme mostrado vulnerable ante mi mujer y mis amigos. Y cuando empecé a actuar así, reduje bastante mi capacidad de errar, aunque esta siga allí, a la espera de dar el salto.

Texto retirado de: La Revista


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