La mascota del blog

domingo, 26 de julio de 2015

Encuentro con Dios: Estar atentos

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

Si no te levantas temprano, nunca conseguirás ver el nacimiento del sol. Si no rezas, aunque Dios esté siempre cerca, nunca conseguirás notar su presencia”.
Después de una exhaustiva sesión matinal de oraciones en el monasterio de Piedra, el novicio preguntó al abad:
–¿Todas estas oraciones que usted nos enseña hacen que Dios se aproxime a nosotros?
–Te responderé con otra pregunta –dijo el abad. –¿Todas estas oraciones que rezas harán que el sol nazca mañana?
–¡Claro que no! ¡El sol nace porque obedece a una ley universal!
–Entonces, esta es la respuesta a tu pregunta. Dios está cerca nuestro, independientemente de las oraciones que hagamos.
El novicio se sublevó:
–¿Está queriendo decir que nuestras oraciones son inútiles?
–De ninguna manera. Si no te levantas temprano, nunca conseguirás ver el nacimiento del sol. Si no rezas, aunque Dios esté siempre cerca, nunca conseguirás notar su presencia.

‘Yo quiero encontrar a Dios’

Un hombre llegó agotado al monasterio:
–Llevo mucho tiempo buscando a Dios –dijo. –Quizás usted pueda enseñarme la manera correcta de encontrarlo.
–Entre y vea nuestro convento –dijo el padre, tomándolo de la mano y conduciéndolo hasta la capilla.
–Aquí están las obras de arte más bellas del siglo XVI, que retratan la vida del Señor y su gloria entre los hombres.
El hombre aguardó, mientras el padre explicaba cada una de las hermosas pinturas y esculturas que adornaban la capilla. Al final, repitió la pregunta:
–Es muy bonito todo lo que vi. Pero me gustaría aprender la manera más correcta de encontrar a Dios.
–¡Dios! –respondió el padre.– Lo ha dicho muy bien: ¡Dios!
Y llevó al hombre hasta el refectorio, donde estaba siendo preparada la cena de los monjes.
–Mire a su alrededor: dentro de poco será servida la cena, y está usted convidado a comer con nosotros. Podrá oír la lectura de las Escrituras al tiempo que sacia su hambre.
–No tengo hambre, y ya leí todas las Escrituras –insistió el hombre. Quiero aprender. Vine hasta aquí para encontrar a Dios.
El padre tomó nuevamente al extraño de la mano y comenzaron a caminar por el claustro, que circundaba un hermoso jardín.
–Pido a mis monjes que mantengan el césped siempre bien cortado y que retiren las hojas secas del agua de la fuente que está allí en medio. Pienso que este es el monasterio más limpio de toda la región.
El extraño caminó un poco con el padre y se despidió diciendo que tenía que irse.
–¿No se quedará aquí para la cena? –preguntó el padre.
Mientras montaba en su caballo, el extraño comentó:
–Felicitaciones por su bonita iglesia, por el refectorio tan acogedor y por el patio impecablemente limpio. Sin embargo, yo he viajado muchas leguas exclusivamente para aprender a encontrar a Dios y no para deslumbrarme ante muestras de eficiencia, comodidades y disciplina.
Un relámpago cayó del cielo, el caballo relinchó fuerte y la tierra sufrió una sacudida. De repente, el extraño se arrancó el disfraz y el padre vio que estaba delante de Jesús.
–Dios está donde lo dejan entrar –dijo Jesús. –Pero vosotros habéis cerrado para él la puerta de este monasterio, usando reglas, orgullo, riqueza y ostentación. La próxima vez que un extraño se aproxime pidiendo encontrar a Dios, no te lances a mostrar lo que habéis conseguido en nombre de él: escucha la pregunta e intenta responderla con amor, caridad y simplicidad.
Y dicho esto, desapareció. (O)
Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

domingo, 19 de julio de 2015

Una mano infaltable: El mejor regalo

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

Haga que ella continúe trabajando también durante el próximo año –respondió el niño también algo turbado. –La necesito. Quiero tener el mismo regalo la Navidad del año que viene”.
El escritor Christopher D’Antonio caminaba deprimido por un paseo del East River, en la ciudad de Nueva York. En realidad, su depresión había alcanzado tal intensidad que planeaba suicidarse aquella misma tarde.
Su impresión era que la actividad de escritor –a la cual venía dedicándose desde hacía décadas– no tenía ningún valor real y no importaba gran cosa. ¿Qué había aportado él en concreto para la humanidad? Su trabajo no había transformado el mundo, como él soñara una vez.
D’Antonio resolvió pasar del pensamiento a la acción. Subió al enrejado que separa el paseo peatonal de las aguas del East River y allí permaneció, con los ojos fijos en el agua oscura, procurando reunir valor para su último acto.
De repente una voz femenina, llena de alegría y entusiasmo, lo interrumpió.
–Disculpe. ¿Usted no es el escritor D’Antonio?
Él, con indiferencia, asintió con la cabeza.
–Espero no molestarlo –dijo la joven.
–Tal vez estoy interrumpiendo un momento importante de reflexión.
–Así es. ¿Qué es lo que quiere?
–No le haré perder tiempo, pues sé que tiene muchas cosas importantes para hacer. Pero es que simplemente necesitaba decirle lo importantes que han sido sus libros para mi vida. Me ayudaron de una forma increíble, y solo quería agradecérselo.
D’Antonio descendió los escalones, apretó la mano de la joven y con sus ojos fijos en los de ella respondió:
–Ahora tengo que regresar a casa; realmente aún tengo mucho que hacer, y no puedo quedarme por más tiempo. Pero, en verdad, soy yo quien le da las gracias.
Su trabajo había ayudado a aquella mujer: era una manera de cambiar el mundo.

La mano

El día de Navidad, un diario publicó la siguiente historia:
Una maestra pidió a los alumnos de primer año que dibujaran algo que los haría felices la noche de la fiesta mayor de la cristiandad. Antes de que le entregaran los trabajos, ella ya estaba segura de lo que recibiría. Como la escuela estaba situada en un barrio pobre, seguramente los alumnos le entregarían dibujos de pavos, turrones y otros manjares que sus padres –con mucho sacrificio– habían comprado para celebrar aquel día.
Y así fue. No obstante, en medio de todos los dibujos, ella encontró uno que era diferente a los demás.
–¿Quién hizo esto? –preguntó la maestra.
Un niño levantó el brazo.
–¡Pero esto es solo el contorno de una simple mano!
El niño no respondió nada. La maestra aprovechó la ocasión para preguntar a los otros alumnos cómo interpretaban ellos aquel dibujo.
–Pienso que es la mano de Dios que nos da la comida –dijo un alumno.
–Un fabricante de juguetes –dijo otro– porque tiene muchos encargos de Papá Noel en esta época del año.
Finalmente, después de una serie de respuestas, ella se acercó al niño y le preguntó de quién era la mano que había dibujado.
–Es la suya.
–Ella se acordó entonces de cuántas veces en el recreo había llevado al niño de la mano. Aun cuando hiciese lo mismo con otros niños, tal vez eso significase mucho para él.
–Nunca había pensado que mi mano fuera tan importante –comentó un poco incómoda.
–Por favor, haga que ella continúe trabajando también durante el próximo año –respondió el niño también algo turbado. –La necesito. Quiero tener el mismo regalo la Navidad del año que viene. (O)
Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

domingo, 12 de julio de 2015

Maestros del maestro: En todo lugar

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

Un maestro es cualquier persona o cualquier cosa que despierta en nosotros el conocimiento que ya poseíamos. Él es como una piscina, que nos enseña a nadar”.
Cuando el gran místico sufi Hassan se estaba muriendo, uno de sus discípulos le preguntó:
- Maestro, ¿quién fue tu maestro?
- Tuve centenares de maestros -fue la respuesta. - Si tuviera que decir el nombre de todos ellos me llevaría meses, tal vez años, y aun así terminaría olvidando algunos.
- Sin embargo, ¿no hubo alguno de ellos que le marcó más?
Hassan pensó un minuto, y dijo:
- En verdad, existieron tres personas que me enseñaron cosas muy importantes.
El primero fue un ladrón. Cierta vez yo me había perdido en el desierto y solo conseguí llegar a mi casa muy de noche. Había dejado mi llave con el vecino, pero no me atrevía a despertarlo a esa hora. Finalmente encontré a un hombre a quien pedí ayuda, y él me abrió la cerradura en un abrir y cerrar de ojos.
Me quedé muy impresionado, y le pedí que me enseñara a hacer aquello. Él me dijo que vivía de robar en las casas, pero yo le estaba tan agradecido que lo convidé a pasar un tiempo conmigo.
Durante un mes durmió bajo mi techo. Cada noche salía y comentaba: “Me voy a trabajar; continúe con su meditación y rece bastante”. Cuando volvía, yo le preguntaba siempre si había conseguido algo, y él invariablemente me respondía: “No conseguí nada hoy. Pero si Dios quiere, mañana lo intentaré otra vez”.
Era un hombre contento, nunca le vi desesperarse por la falta de resultados. Durante gran parte de mi vida, cuando yo meditaba sin que me sucediera nada, muchas veces estuve cerca de una depresión total. Pero en esos momentos yo me acordaba de las palabras del ladrón: “No conseguí nada esta noche pero, si Dios quiere, mañana lo intentaré otra vez”. Eso me dio fuerzas para seguir adelante e insistir en la meditación.
- ¿Quién fue la segunda persona? - preguntó el discípulo.
- Fue un perro. Yo estaba yendo en dirección al río para beber un poco de agua cuando el perro apareció. Él también tenía sed. Pero cuando llegó cerca del agua vio a otro perro allí, que no era más que su propia imagen reflejada.
Tuvo miedo, se alejó, ladró, hizo todo para alejar al otro perro, pero nada sucedió, es claro. Finalmente, como su sed era inmensa, resolvió seguir adelante y se tiró dentro del río: en ese momento la imagen desapareció. Así entendí que cualquier obstáculo puede ser vencido cuando lo enfrentamos.
Hassan hizo una pausa y siguió:
- Finalmente, mi tercer maestro fue un niño. Caminaba en dirección a la mezquita, con una vela en la mano. Yo le pregunté: “¿Tú mismo encendiste esta vela?”, y me respondió que sí. Como me preocupa que los niños jueguen con fuego, insistí: “chico, hubo un momento en que esta vela estuvo apagada. ¿Podrías decirme de dónde vino la llama que la ilumina?”.
El niño rió, apagó la vela y me preguntó a su vez: “Y usted, ¿me puede decir a dónde fue la luz que estaba aquí?”.
En ese momento me di cuenta de lo estúpido que había sido. ¿Quién enciende la llama de la sabiduría? ¿A donde va ella? Comprendí que, al igual que aquella vela, el hombre carga en ciertos momentos en su corazón el fuego sagrado, pero nunca sabe dónde fue encendido. A partir de ahí, comencé a comulgar con todo lo que me rodeaba: nubes, árboles, ríos y bosques, hombres y mujeres. Tuve miles de maestros durante toda la vida. Siempre que necesité respuestas, las encontré en los lugares más sencillos. Seguí las señales y viví en constante contacto con todo y con todos.
Un maestro es cualquier persona o cosa que despierta en nosotros el conocimiento que ya poseíamos. Él es como una piscina, que nos enseña a nadar: una vez que ya sabemos, debemos salir de esa piscina y cruzar los océanos. (O)
Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

domingo, 5 de julio de 2015

Aprender de los mayores: Una lección

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

Nuestra vejez dependerá de la manera en que vivimos. Podemos terminar como una ciudad fantasma, o como un generoso árbol, que continúa siendo importante incluso después de no haberse aguantado más en pie”.
Érase una vez un joven llamado Aurangzeb, cuyo trabajo era viajar de ciudad en ciudad, vendiendo sombreros.
Cierta tarde de verano, Aurangzeb atravesaba una extensa y monótona planicie cuando se sintió cansado y decidió echar un sueñecito. Encontró un árbol, colocó la bolsa con sombreros a su lado, se acostó a la sombra refrescante del follaje y se durmió.
Al despertar, descubrió que todos los sombreros habían desaparecido. “¡Oh, no!” se dijo a sí mismo “con tanta gente rica por ahí, ¿por qué los ladrones han ido a robar a un hombre una mercadería de tan poco valor?”.
Al mirar hacia arriba, sin embargo, vio que el árbol estaba repleto de monos usando sus sombreros.
Aurangzeb les gritó, irritado, y ellos le devolvieron el grito.
Aurangzeb hizo gestos agresivos con las manos, y los monos le imitaron. Saltó para ver si conseguía capturar a alguno de ellos, pero los monos también saltaron. Empezó a tirar piedras en dirección al árbol y recibió de vuelta una lluvia de frutos que los monos le arrojaron.
“¡Qué fastidio, nunca voy a conseguir recuperar mi mercadería!”, gritó. Irritado, tiró su propio sombrero al suelo y, ante su gran sorpresa, todos los monos hicieron lo mismo. Rápidamente, Aurangzeb recogió todo y siguió su camino.
Al llegar a la ciudad más próxima, contó la historia de lo sucedido y “Aurangzeb engaña a los monos” se convirtió en una leyenda muy conocida en la región, pasando de padres a hijos.
Cincuenta años más tarde, el joven Habib, nieto del famoso vendedor de sombreros Aurangzeb, aún trabajaba en el negocio de la familia. Acostumbraba a seguir los pasos de su abuelo, y aún recorría las mismas ciudades.
Cierta tarde, después de una larga caminata, se sintió cansado, encontró la sombra de un hermoso árbol, colocó el saco de sombreros a su lado y se acostó para dormir.
Cuando despertó, horas después, descubrió que su mercadería había desaparecido. Blasfemó un poco pero, al mirar hacia arriba, vio un grupo de monos usando los sombreros. Por algunos instantes se sintió frustrado, pero pronto recordó la historia de Aurangzeb.
“Voy a irritar un poco a estos monos estúpidos”, pensó.
Habib silbó a los monos y estos silbaron de vuelta. Agitó las manos, se estiró las orejas, bailó, y los animales repitieron cada uno de sus gestos. Se sonó la nariz y escuchó el ruido de varias narices sonándose.
Viendo que todo funcionaba perfectamente, tiró su sombrero al suelo, esperando que todos hicieran lo mismo.
Un mono bajó del árbol, cogió el sombrero que él había arrojado al suelo, caminó hasta Habib, golpeó su hombro y le dijo: “¿Te crees que eres el único que consiguió aprender algo de los mayores?”.

Actuando como la generación anterior

Caminando con mi mujer por el desierto de Mojave, muchas veces encontré las famosas ciudades fantasmas. Construidas cerca de minas de oro, eran abandonadas cuando todo el producto de la tierra había sido extraído. Habían cumplido su papel, y ya no tenía sentido que siguieran habitadas.
Caminando con mi mujer por los bosques de los Pirineos, vi muchos árboles caídos, después de haber vivido centenares de años. Pero, a diferencia de las ciudades fantasmas, ¿qué sucedió? Habían abierto espacio para que la luz penetrara, habían fertilizado el suelo y sus troncos estaban cubiertos de vegetación nueva.
Nuestra vejez dependerá de la manera en que vivimos. Podemos terminar como una ciudad fantasma, o como un generoso árbol, que continúa siendo importante incluso después de no haberse aguantado más en pie. (O)
Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista
Blog Widget by LinkWithin