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domingo, 25 de octubre de 2015

La vuelta al mundo: Desde el más allá

Por Paulo Coelho  

El Alquimista

Allí, antes de hacer su último viaje (Vera) tomó una decisión. Ya que nunca había podido ni siquiera conocer su país, viajaría entonces después de muerta.
Siempre pensé en lo que sucede cuando esparcimos alguna porción de nosotros mismos por la Tierra. Ya me corté cabellos en Tokio, uñas en Noruega, vi correr mi sangre de una herida al subir una montaña en Francia. En mi primer libro Los archivos del infierno (que jamás fue reeditado) especulaba un poco sobre el tema, como si fuese necesario sembrar un poco del propio cuerpo en diversas partes del mundo de manera que, en una futura vida, algo nos pareciese familiar. Cuando leí en el diario francés Le Figaro un artículo firmado por Guy Barret sobre un caso real acontecido en junio de 2001, cuando alguien llevó hasta las últimas consecuencias esta idea.
Se trata de la americana Vera Anderson, que pasó toda su vida en la ciudad de Medford, Oregón. Siendo ya de edad avanzada fue víctima de un accidente cardiovascular, agravado por un enfisema de pulmón, lo que la obligó a pasar años enteros dentro de un cuarto, siempre conectada a un balón de oxígeno. Esto en sí ya es un suplicio, pero en el caso de Vera la situación era aún más grave porque había soñado con recorrer el mundo y había guardado sus ahorros para hacerlo cuando estuviera jubilada.
Vera consiguió ser trasladada a Colorado, para poder pasar el resto de sus días en compañía de su hijo Ross. Allí, antes de hacer su último viaje –aquel del que jamás volvemos– tomó una decisión. Ya que nunca había podido ni siquiera conocer su país, viajaría entonces después de muerta.
Ross fue a ver al notario local y registró el testamento de la madre: después de morir le gustaría ser incinerada. Hasta aquí, nada de particular. Pero el testamento continúa: sus cenizas debían ser colocadas en 241 pequeñas bolsitas que serían enviadas a los jefes de los servicios de correos de los 50 estados americanos y a cada uno de los 191 países del mundo, de modo que por lo menos una parte de su cuerpo terminase visitando los lugares que siempre soñó.
En cuanto Vera partió, Ross cumplió su último deseo con la dignidad que se espera de un hijo. En cada envío incluía una pequeña carta donde pedía que dieran digna sepultura a su madre.
Todas las personas que recibieron las cenizas de Vera Anderson trataron el pedido de Ross con respeto. En los cuatro rincones de la Tierra se creó una silenciosa cadena de solidaridad, donde simpatizantes desconocidos organizaron ceremonias y ritos diversos, siempre tomando en cuenta el lugar que a la fallecida señora le hubiera gustado conocer.
De esta manera las cenizas de Vera fueron esparcidas en el lago Titicaca, en Bolivia, siguiendo las antiguas tradiciones de los indios aymaras; en el río que pasa frente al palacio real de Estocolmo, en las márgenes del Choo Praya en Tailandia, en un templo sintoísta en el Japón, en los témpanos de la Antártida, en el desierto del Sahara. Las hermanas de la caridad de un orfanato en América del Sur (el artículo no cita el país) rezaron durante una semana antes de esparcir las cenizas por el jardín, y después decidieron que Vera Anderson debería ser considerada una especie de ángel de la guarda del lugar.
Ross Anderson recibió fotos desde los cinco continentes, de todas las razas, de todas las culturas, mostrando a hombres y mujeres en el acto de honrar el último deseo de su madre. Cuando vemos un mundo tan dividido como el de hoy, donde pensamos que nadie se preocupa por los demás, este último viaje de Vera Anderson nos llena de esperanza al saber que aún existe respeto, amor y generosidad en el alma de nuestro prójimo, por más distante que él esté. (O)
Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

domingo, 18 de octubre de 2015

El miedo verdadero: Perder lo que se tenía

Por Paulo Coelho  

El Alquimista

Ciertas personas solo consiguen valorar lo que tienen cuando experimentan la sensación de su pérdida.
Un sultán decidió hacer un viaje en barco con algunos de sus mejores cortesanos. Se embarcaron en el puerto de Dubái y zarparon en dirección al mar abierto.
Entre tanto, en cuanto el navío se alejó de tierra, uno de los súbditos –que jamás había visto el océano, y había pasado la mayor parte de su vida en las montañas– comenzó a tener un ataque de pánico.
Sentado en la bodega de la nave él lloraba, gritaba y se negaba a comer o a dormir. Todos procuraban calmarlo, diciéndole que el viaje no era tan peligroso, pero aunque las palabras llegasen a sus oídos no llegaban a su corazón. El sultán no sabía qué hacer, y el hermoso viaje por aguas tranquilas y cielo azul se transformó en un tormento para los pasajeros y la tripulación.
Pasaron dos días sin que nadie pudiese dormir con los gritos del hombre. El sultán ya estaba a punto de mandar volver al puerto cuando uno de sus ministros, conocido por su sabiduría, se le aproximó:
–Si su alteza me da permiso, yo conseguiré calmarlo.
Sin dudar un instante, el sultán le respondió que no solo se lo permitía, sino que sería recompensado si conseguía solucionar el problema.
El sabio entonces pidió que tirasen al hombre al mar. En el momento, contentos de que esa pesadilla fuera a terminar, un grupo de tripulantes agarró al hombre que se debatía en la bodega y lo tiró al agua.
El cortesano comenzó a debatirse, se hundió, tragó agua salada, volvió a la superficie, gritó más fuerte aún, se volvió a hundir y de nuevo consiguió reflotar. En ese momento, el ministro pidió que lo alzasen nuevamente hasta la cubierta del barco.
A partir de aquel episodio, nadie volvió a escuchar jamás cualquier queja del hombre, que pasó el resto del viaje en silencio, llegando incluso a comentar con uno de los pasajeros que nunca había visto nada tan bello como el cielo y el mar unidos en el horizonte. El viaje –que antes era un tormento para todos los que se encontraban en el barco– se transformó en una experiencia de armonía y tranquilidad.
Poco antes de regresar al puerto, el sultán fue a buscar al ministro:
–¿Cómo podías adivinar que arrojando a aquel pobre hombre al mar se calmaría?
–Por causa de mi matrimonio –respondió el ministro. Yo vivía aterrorizado con la idea de perder a mi mujer, y mis celos eran tan grandes que no paraba de llorar y gritar como este hombre. Un día ella no aguantó más y me abandonó, y yo pude sentir lo terrible que sería la vida sin ella. Solo regresó después de prometerle que jamás volvería a atormentarla con mis miedos.
De la misma manera, este hombre jamás había probado el agua salada y jamás se había dado cuenta de la agonía de un hombre a punto de ahogarse. Tras conocer eso, entendió perfectamente lo maravilloso que es sentir las tablas del barco bajo sus pies.
Sabia actitud –comentó el sultán.
–Está escrito en un libro sagrado de los cristianos, la Biblia: “Todo aquello que yo más temía, terminó sucediendo”. Ciertas personas solo consiguen valorar lo que tienen cuando experimentan la sensación de su pérdida.

Reflexión

“El mundo siempre parece amenazador y peligroso para los cobardes. Estos procuran la seguridad mentirosa de una vida sin grandes desafíos y se arman hasta los dientes para defender aquello que creen poseer. Los cobardes son víctimas de su propio egoísmo, y terminan construyendo las cadenas de su propia prisión”
(Anthony Williams). (O)
Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

domingo, 11 de octubre de 2015

Reconocer y entender: El sentido de la caridad

Por Paulo Coelho  

El Alquimista

Si queremos entender a Dios es importante el estudio de las Escrituras. Pero si queremos aproximarnos a Dios, tenemos que empezar primero por consolar a los que lloran.
El rabino Dov Baer estudiaba las Escrituras mientras su hijo de un año dormía al lado de su mesa de trabajo. En un determinado momento la criatura se despertó y comenzó a llorar. Dov Baer, concentrado en lo que leía, no le prestó la menor atención.
El niño lloró durante horas seguidas, hasta que el rabino Zalman vino corriendo desde su cuarto y lo tomó en brazos. Cuando los gritos cesaron, Zalman se dirigió a Dov Baer diciéndole:
“Admiro su concentración en el trabajo: si queremos entender a Dios es importante el estudio de las Escrituras. Pero si queremos aproximarnos a Dios, tenemos que empezar primero por consolar a los que lloran”.

La generosidad

Muhammad ib Sugah cuenta la historia de Abdulah y Mansur, dos fieles musulmanes. Cierto día, Abdulah pidió ayuda a su amigo. Fue pasando el tiempo y esa ayuda no fue dada. Un día Mansur comentó:
“Hermano mío, tú me pediste ayuda y yo no hice nada. Sin embargo, tú no pareces estar irritado por ello”.
“Tenemos una larga amistad. Aprendí a amarte antes de necesitar ningún favor. Y consigo continuar queriéndote, sin importarme si me atiendes o no”.
Mansur respondió: “Yo no hice lo que pediste porque quería saber la fuerza de tu cariño. He visto que esta fuerza es mayor que la discordia y el odio: mañana tendrás lo que me pediste”.

La donación

La encargada de una iglesia ya iba a cerrar las puertas del templo cuando llegó una mujer pidiendo un poco de aceite para la cena de su marido.
La encargada se acordó de que solo tenía el aceite necesario para la cena del padre. “No tengo el suficiente”, respondió.
Cuando el padre llegó, ella le comentó lo sucedido. El padre se enfureció y exigió que fuese a llevar el aceite a la vecina.
Ella rehusó diciendo: “Está escrito en el Evangelio: estad preparados, pues nadie sabe la hora en que llega el novio”.
El padre respondió: “Cuando el asunto implica caridad hacia el prójimo, no es preciso actuar de acuerdo con lo que está escrito”.

El afecto

H. Bloomfield supo que su padre había sido repentinamente hospitalizado: “Mientras viajaba hacia Nueva York pensaba que tenía la oportunidad de hacer que esta visita fuese diferente de las demás. Siempre tuve miedo de mostrar mi afecto, siempre quise mantener la misma distancia prudente que mi padre mantenía conmigo. Cuando lo vi en la cama, lleno de tubos, le di un abrazo. Él se sorprendió.
- Abrázame también, papá –le pedí yo. Él me había educado diciendo que un hombre jamás demuestra sus sentimientos. Pero insistí. Papá levantó los brazos y me tocó. Allí estaba yo pidiendo a mi padre que me mostrase cuánto me quería –aun cuando yo ya lo supiera.
Sentí sus manos sobre mi cabeza y, por primera vez, escuché las palabras que sus labios jamás habían pronunciado antes: “Te quiero”. Y a partir del momento en el que tuvo el valor de mostrar su amor, recuperó su voluntad de vivir. (O)
Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

domingo, 4 de octubre de 2015

Encuentro inesperado: Importante inocencia

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

Mucho me sorprende que tanta gente esté ocupada en querer ser lo que no es; ¿qué sentido tiene transformarse en una farsa?.
Tres señores, muy bien vestidos, aparecieron en mi hotel en Tokio.
–Ayer usted dio una conferencia en la Galería Dentsu –dijo uno de ellos– y yo entré por casualidad. En aquel momento, usted estaba diciendo que nada sucede por casualidad. Quizás ha llegado el momento de presentarnos.
No pregunté cómo habían descubierto el hotel en el que estaba hospedado, no pregunté nada; si las personas son capaces de superar estas dificultades, merecen todo el respeto. Uno de los tres hombres me entregó algunos libros de caligrafía japonesa. Mi intérprete se emocionó mucho: el tal señor era Kazuhito Aida, hijo de un gran poeta japonés, del cual yo no había nunca oído hablar.
Y fue justamente el misterio de la sincronicidad de los encuentros el que me permitió conocer, leer y compartir con los lectores de esta columna un poco del magnífico trabajo de Mitsuo Aida (1924-1998), calígrafo y poeta, cuyos textos nos retrotraen la importancia de la inocencia:

Sabiduría de Mitsuo Aida

Porque vivió intensamente su vida la hierba seca aún llama la atención de quien pasa.
Las flores simplemente florecen y lo hacen lo mejor que pueden.
El lirio blanco en el valle, que nadie ve, no necesita dar explicaciones a nadie: vive solamente para la belleza. Los hombres, no obstante, no pueden convivir con el “solamente”.
Si los tomates quisieran ser melones se transformarían en una farsa.
Mucho me sorprende que tanta gente esté ocupada en querer ser lo que no es; ¿qué sentido tiene transformarse en una farsa?
Tú no necesitas fingir que eres fuerte. No debes querer probar siempre que todo va bien. No puedes preocuparte con lo que los otros estarán pensando.
Llora si sientes necesidad, es bueno llorar hasta agotar las lágrimas, ¡pues solo entonces podrás volver a sonreír!
A veces asisto por la TV a la inauguración de túneles y puentes. He aquí lo que normalmente sucede: muchas celebridades y políticos locales se colocan en fila, y en el centro está el ministro o gobernador del lugar. Entonces cortan una cinta y cuando los directores de la obra regresan a sus despachos se encuentran allí con varias cartas de agradecimiento y admiración.
Las personas que sudaron y trabajaron por aquello, que se agotaron con la pala en verano o permanecieron al sereno en invierno para terminar la obra, jamás serán vistas; parece que la mejor parte se reserva para aquellos que no derramaron el sudor de sus rostros.
Yo quiero ser siempre una persona capaz de ver esos rostros que no serán vistos, los de aquellos que no procuran fama ni gloria, sino que simplemente cumplen el papel que les es destinado por la vida.
Quiero ser capaz de esto, porque las cosas más importantes de la existencia, las que nos construyen, jamás mostraron sus rostros. (O)
Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista
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