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viernes, 26 de febrero de 2016

Historias judaicas: Amor y gratitud

Por Paulo Coelho  

El Alquimista

Dios escucha y responde siempre. Somos nosotros los que no conseguimos hablar, por miedo a que Él no nos preste atención”.

El rabino Moshe de Sassov reunió a sus discípulos para decirles que finalmente había aprendido cómo amar a su prójimo. Todos pensaron que el santo hombre había tenido una revelación divina, pero Moshe lo negó.
En verdad –comentó él– esta mañana cuando salía de casa para hacer unas compras vi a mi vecina Esther conversando con su hijo. Ella le preguntó:
–¿Tú me quieres?
El hijo le contestó que sí. Esther insistió:
–¿Sabes qué es lo que me hace sufrir?
–No tengo la menor idea –respondió el hijo.
–¿Cómo puedes quererme, si no sabes lo que me hace sufrir? Procura descubrir pronto todas las cosas que me tornan infeliz, pues solo así tu amor será impecable.
El rabino Moshe de Sassov concluyó:
“El verdadero amor es aquel que consigue evitar sufrimientos innecesarios”.

Lo que alegra a Dios

Los alumnos de Ball-Shem festejaban el día de la alegría de la Tora bebiendo el vino del maestro. La mujer del rabino protestó:
–“Si se toman el vino no quedará nada para la santificación”.
–“Pues acaba la fiesta”, respondió el rabino.
La mujer fue hasta la sala donde los alumnos bebían, pero en cuanto abrió la puerta cambió de idea y regresó junto a su marido.
–“¿Por qué no hiciste nada?”, preguntó Baal-Shem.
–“Porque bailaban, cantaban y se alegraban de la vida”, respondió la mujer. “No tuve valor”.
–“Has entendido todo. Es así como Dios recibe la gratitud de sus fieles: viendo que están contentos. Vuelve allí y sírveles más vino”, concluyó el rabino.

El labio sellado

El discípulo del rabino Nachman de Bratzlava fue en su busca:
–“No consigo conversar con Dios”.
–“Esto sucede con frecuencia”, comentó Nachman. “Sentimos que la boca está sellada o que las palabras no aparecen. Sin embargo, el simple hecho de hacer un esfuerzo para superar la situación ya es una actitud favorable”.
–“Pero no es suficiente”, insistió el discípulo.
–“Tienes razón. En estos casos, lo que se debe hacer es elevar la mirada al cielo y decir: Dios mío, estoy tan lejos de ti que no consigo ni creer en mi propia voz”.
Porque, en verdad, Dios escucha y responde siempre. Somos nosotros los que no conseguimos hablar, por miedo a que Él no nos preste atención.

La plegaria de los rebaños

La tradición judaica cuenta la historia de un pastor que siempre decía al Señor: “Maestro del Universo, si tienes un rebaño, yo te lo guardaré sin cobrarte nada, puesto que te amo”.
Cierto día un sabio oyó la extraña oración y, preocupado por lo que juzgó una ofensa a Dios, enseñó al pastor los rezos que conocía. Pero en cuanto se separaron, el pastor olvidó las oraciones. Sin embargo, con miedo a ofender a Dios si le ofrecía guardar sus rebaños decidió abandonar por completo cualquier tentativa de conversación con Él.
Aquella misma noche el sabio tuvo un sueño: “¿Quién guardará los rebaños del Señor? –decía un ángel–. El pastor rezaba con su corazón, y tú le enseñaste a rezar con la boca”. Al día siguiente el sabio volvió al campo, pidió perdón al pastor e incluyó la oración de rebaño en su libro de salmos. (O)

Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

martes, 16 de febrero de 2016

Historias religiosas: Enseñanzas bíblicas

Por Paulo Coelho  

El Alquimista

Tú y tus descendientes estarán siempre reconstruyendo un mundo que vino de la nada, y de esta manera dividiremos el trabajo y las consecuencias. Ahora somos todos responsables”.

La otra mujer

Eva paseaba por el jardín del Edén cuando la serpiente se le aproximó. “Come esta manzana”, le dijo.
Eva, que había sido bien alertada por Dios, rehusó.
“Come esta manzana –insistió la serpiente– porque necesitas estar más hermosa para tu hombre”.
“No lo necesito”, respondió Eva, “porque él no tiene otra mujer más que yo”.
La serpiente se rio: “¡Claro que tiene!”
Como Eva no le creyera, la llevó hasta lo alto de una colina, donde existía un pozo.
“Ella está dentro de esta caverna; Adán la esconde allí”.
Eva se inclinó y vio reflejada en el agua del pozo a una linda mujer. Y en ese instante, sin titubear, comió la manzana que la serpiente le ofrecía.

Después del diluvio

Finalizados los cuarenta días de diluvio, Noé salió del arca. Bajó lleno de esperanza, pero en el exterior solamente encontró destrucción y muerte.
Noé se quejó: “Dios Todopoderoso, si tú conocías el futuro, ¿por qué creaste al hombre? ¿Solo para tener el placer de castigarlo?”.
Un triple perfume subió hasta los cielos: el olor a incienso, el perfume de las lágrimas de Noé y el aroma de sus acciones. Entonces, Dios respondió:
“Las plegarias de un hombre justo siempre son oídas. Te explicaré por qué hice esto: fue para que entendieses tu obra. Tú y tus descendientes estarán siempre reconstruyendo un mundo que vino de la nada, y de esta manera dividiremos el trabajo y las consecuencias. Ahora somos todos responsables”.

Un nuevo reflejo, una nueva historia

Caín y Abel se detuvieron en las orillas de un inmenso lago. Jamás habían visto algo semejante.
“Hay alguien allí dentro”, dijo Abel, mirando el agua, sin saber que veía su reflejo.
Caín se dio cuenta de lo mismo y levantó su bastón. La imagen lo imitó. Caín se quedó esperando el golpe; su imagen también.
Abel contemplaba la superficie del agua. Sonrió, y la imagen sonrió. Dio una buena carcajada y vio que el otro también lo hacía.
Cuando salieron de allí, Caín pensaba: “¡Qué agresivos son los seres que viven en aquel lugar”.
Y Abel se decía a sí mismo: “Quiero volver allí porque encontré a alguien con buena presencia y buen humor”.

En el camino de Damasco

Un peregrino caminaba por el camino de Damasco cuando un hombre a caballo pasó corriendo junto a él y casi lo atropelló. Asustado, se dio cuenta de que el jinete tenía la expresión malvada y las manos llenas de sangre.
Minutos después, otro jinete se aproximó a todo galope. El peregrino pudo reconocer a Paulo de Tarso, ciudadano romano, apóstol de un movimiento religioso llamado cristianismo.
–¿Has visto un hombre cabalgando?– preguntó Paulo de Tarso.
Sí, lo vi –respondió el peregrino–. ¿Quién es?
Un malhechor. Tengo que alcanzarlo.
¿Para qué? ¿Para entregarlo a la justicia?
No –respondió Paulo–. Para enseñarle el camino. (O)

Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

martes, 9 de febrero de 2016

Temores cotidianos: Diálogo con el demonio


Por Paulo Coelho  

El Alquimista

Los frutos de mi vida hablan por mí, y aunque un día pueda suceder una tragedia, sé que no he dejado correr mi vida sin arriesgar”.

Un hombre mira el atardecer desde una bonita playa, junto a su mujer, en algún momento de sus merecidas vacaciones. Todo parece perfectamente en su sitio, y de repente, del fondo de su corazón surge una voz simpática, amigable, pero con una pregunta difícil: –¿Estás contento?
–Sí, sí que lo estoy –responde.
–Entonces mira detenidamente a tu alrededor.
–¿Quién eres tú?
–Soy el demonio. Y no puedes estar contento, pues sabes que, más tarde o más temprano, la tragedia puede irrumpir y desequilibrar tu mundo. Extiende tu mirada en torno, cuidadosamente, y entiende que la virtud es apenas uno de los lados del terror.
Y el demonio comienza a mostrar todo lo que está ocurriendo en la playa: El excelente padre de familia que en estos momentos está recogiendo los bártulos y vistiendo a los niños, al que le gustaría tener una aventura con su secretaria, pero no se atreve por miedo a la reacción de su mujer.
La mujer, a quien le gustaría ser independiente, pero no se atreve por la reacción del marido.
Los niños, que se portan bien por miedo a los castigos.
La jovencita que lee un libro fingiendo displicencia cuando en lo más hondo está aterrorizada con la posibilidad de no encontrar nunca al amor de su vida. El chico que juega a las palas, y está también aterrado por la presión de tener que satisfacer las expectativas de sus padres.
El viejo que no fuma ni bebe afirmando que así se siente con más energía para todo, cuando en realidad es que el terror a la muerte le susurra constantemente cosas al oído, como el aire.
La pareja que pasa corriendo, salpicando en el agua de la orilla, la sonrisa, y su terror encerrado bajo siete llaves, terror de hacerse viejos, de perder el atractivo, de depender de los otros.
El hombre que para su lancha a la vista de todos y saluda con la mano, sonriendo, muy moreno, carcomido por el miedo de perder su dinero en cualquier momento.
El dueño del hotel que sale a saludar a sus huéspedes procurando dejarlos a todos contentos, pero escondiendo “fallas” contables.
Terror de quedarse solo, terror de la oscuridad que puebla la imaginación de demonios, de hacer cualquier cosa que se salga de las buenas costumbres, del juicio de Dios, de los comentarios de los hombres, de la justicia que castiga cualquier falta, de la injusticia que deja a los culpables en libertad para hacer más daño, de arriesgarse y perder, de ganar y tener que convivir con la envidia, de amar y ser rechazado, de pedir un aumento, de aceptar una invitación, de ir a lugares desconocidos, de no conseguir hablar otro idioma, de no ser capaz de impresionar, de hacerse viejo, de morir, de pasar desapercibido.
–Espero que esto te haya dado algún consuelo. No eres el único que tiene miedo.
–Por favor, no te vayas sin escuchar lo que tengo que decir –respondió el hombre–. Tenemos una facilidad asombrosa para detectar dolores, remordimientos, heridas... o terror, que es lo que a ti te gusta. Pero te contaré una historia. Había un manzano que estaba tan cargado de manzanas que no conseguía dejar que sus ramas cantasen con el viento. Alguien que pasaba por allí le preguntó por qué no intentaba llamar la atención como hacía el resto de los árboles. “Mis frutos son mi mejor propaganda”, dijo el árbol.
Es verdad que no me diferencio gran cosa de los demás, y que mi corazón también alberga muchos miedos. Pero, a pesar de todo, los frutos de mi vida hablan por mí, y aunque un día pueda suceder una tragedia, sé que no he dejado correr mi vida sin arriesgar.
Y el demonio, decepcionado, se marchó a intentar asustar a algún otro más débil. (O)

Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

sábado, 6 de febrero de 2016

Ante los otros

¡Señor! …
Enséñanos a comprender la importancia de los otros. En verdad, recogemos de algunos las dificultades y los problemas, entretanto, de otros innúmeros obtenemos las alegrías y las bendiciones que nos ennoblecen la vida.
Entre algunos otros, sorprendemos a los adversarios gratuitos que, varias veces, buscan impedirnos el paso; haznos entender, no obstante, que entre muchos otros, encontramos a los amigos y a los bienhechores, a los compañeros de ideal y trabajo, a los que colaboran con nosotros, en nuestras realizaciones, y a los que nos alivian en las adversidades del camino. De algunos, tenemos la censura, pero de otros, proceden los estímulos al desempeño de las tareas que nos confiaste.
Algunos nos inclinan al pesimismo, entretanto, muchos otros nos extienden cooperación y esperanza, coraje y cariño. De las manos de algunos, recibimos obstáculos que nos alarman por momentos, sin embargo, de muchos otros recibimos consuelo e incentivo, aprecio y aprobación para mucho tiempo en los caminos de lo cotidiano.
Cuando la nube de la dificultad nos alcance, indúcenos a buscar, con humildad, el socorro de los corazones que se nos hacen donadores de la paz y de la seguridad que todos necesitamos para vivir, según tus designios.
Señor, haya lo que haya de la parte de algunos para que se nos debiliten las energías en el camino del propio perfeccionamiento, auxílianos a procurar el concurso de los otros con la aceptación de nuestra pequeñez, para que no nos falten las oportunidades de servicio y perfeccionamiento, aprendizaje y renovación, hoy y siempre.
Así sea.
Dictado por el espíritu: Meimei
Extraído del libro "Dios Aguarda
"

Pintura de: Loren Entz
Texto retirado de: Luz Espiritual

La historia de Buda (II): Y el sentido de su vida

Por Paulo Coelho  

El Alquimista

Todo lo creado está sujeto a la decadencia y a la muerte. Todo es transitorio. La única cosa verdadera es: trabajad vuestra propia salvación con disciplina y paciencia”.

La semana pasada conté cómo Sidarta decidió abandonar todo después de conocer el sufrimiento humano. Pasó seis años meditando y sus discípulos no lo perdonaron que haya bebido leche, pues consideraron que no ha sido capaz de resistirse.
Animado por el alimento que acababa de tomar, él no dio importancia a la partida de los antiguos discípulos; resolvió continuar meditando sobre la vida y el sufrimiento. Para ponerlo a prueba, el dios Mara envió a tres de sus hijas, que procuraron distraerlo con pensamientos sobre el sexo, la sed y los placeres de la vida. Pero Sidarta estaba tan absorto en su meditación que no se dio cuenta de nada: en aquel momento él estaba pasando por una especie de revelación, recordando todas sus vidas pasadas. A medida que lo hacía, recordaba también las lecciones que había olvidado.
En su éxtasis, experimentó el paraíso (nirvana), donde “no hay tierra, ni agua, ni fuego, ni aire, que no es este mundo ni otro mundo, y donde no existe ni sol, ni luna, ni nacimiento, ni muerte. Allí está el fin de todo el sufrimiento del hombre”.
Al final de aquella mañana él había alcanzado el verdadero sentido de la vida y se había transformado en Buda (el iluminado). Pero en vez de permanecer en ese estado decidió regresar a la convivencia humana y enseñar a todos lo que había aprendido.
Aquel que antes se llamaba Sidarta dejó atrás el árbol bajo cuyas ramas había conseguido alcanzar la iluminación y partió hacia la ciudad de Sarnath, donde se encontró con sus antiguos compañeros; dibujó un círculo en el suelo para representar la rueda de la existencia que lleva constantemente al nacimiento y a la muerte. Explicó que no había sido feliz siendo un príncipe que lo poseía todo, pero que tampoco había aprendido la sabiduría a través de la renuncia total. Lo que el hombre debía buscar para alcanzar el paraíso era el “camino del medio”: ni procurar el dolor ni ser esclavo del placer.
Los hombres, impresionados con aquello que oían  decidieron seguirlo, peregrinando de ciudad en ciudad. A medida que escuchaban la buena nueva, más y más discípulos se añadían al grupo.
En uno de estos viajes, regresó a su ciudad natal, y su padre sufrió mucho al verlo pidiendo limosna. Pero él besó sus pies diciendo: “Usted pertenece a un linaje de reyes, pero yo pertenezco a un linaje de Budas, y miles de ellos también vivían de limosnas”. El rey se acordó de la profecía que había sido hecha durante su concepción, y se reconcilió con Buda. Su hijo y su mujer, que durante muchos años se habían quejado de haber sido abandonados, terminaron por comprender su misión, y fundaron una comunidad dedicada a transmitir sus enseñanzas.
Cuando estaba llegando a los ochenta años de edad comió un alimento en mal estado y supo que moriría de la intoxicación. Buda llamó a su primo, Ananda, y le dijo: “Estoy viejo, y mi peregrinación en esta vida se halla próxima a finalizar. Mi cuerpo se parece un carruaje que ya fue muy usado y se mantiene funcionando apenas porque algunas de sus piezas están atadas con tiras de cuero. Es el momento de partir”.
Después se dirigió a sus discípulos y quiso saber si alguien tenía alguna duda, pero todos permanecieron en silencio. Sus últimas palabras fueron: “Todo lo creado está sujeto a la decadencia y a la muerte. Todo es transitorio. La única cosa verdadera es: trabajad vuestra propia salvación con disciplina y paciencia”.
Buda murió sonriendo. Sus enseñanzas, hoy codificadas bajo la forma de una religión filosófica, están esparcidas por toda Asia. Consisten en esencia en una profunda comprensión de sí mismo y un gran respeto por el prójimo. (O)

Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

lunes, 1 de febrero de 2016

La historia de Buda (I): El iluminado de Nepal

Por Paulo Coelho  

El Alquimista

La vida me aterroriza, por eso renuncié a todo para no tener que reencarnarme y sufrir nuevamente la vejez, la enfermedad y la muerte”.

Sidarta Gautama –cuyo nombre  significa “aquel que alcanza su objetivo”– nació en una familia noble,  alrededor de  560 a. C., en Kapilavastu, Nepal.
Cuenta la leyenda que en el momento en que su madre hacía el amor con su padre, tuvo una visión: seis elefantes, cada uno con una flor de loto en el lomo, caminaban hacia ella. Un instante después, Sidarta era concebido.
Durante la gestación, la reina Maya, su madre, decidió convocar a los sabios de su reino para interpretar la visión que había tenido, y ellos fueron unánimes en afirmar que la criatura que estaba por llegar al mundo sería un gran rey y un gran sacerdote.
Sus padres no querían, de forma alguna, que él conociera la miseria del mundo. Así, vivía confinado entre los muros de un gigantesco palacio, donde todo parecía perfecto y armonioso. Se casó, tuvo un hijo, y solo conocía los placeres y delicias de la vida.
Sin embargo, cuando cumplió 29 años, una noche pidió a uno de los guardas que lo llevara hasta la ciudad. Él se oponía, ya que esto podía enfurecer al rey, pero Sidarta fue tan insistente que el hombre terminó por ceder.
Lo primero que vieron fue un viejo mendigo, de mirada triste, pidiendo limosna. Más adelante encontraron un grupo de leprosos y luego pasó un cortejo fúnebre. “¡Nunca había visto esto!”, debe de haber comentado con el guarda, que posiblemente replicara “pues se trata de vejez, enfermedad y muerte”. De regreso al palacio, se cruzaron con un hombre santo, con la cabeza rapada y cubierto apenas con un manto amarillo que decía: “La vida me aterroriza, por eso renuncié a todo para no tener que reencarnarme y sufrir nuevamente la vejez, la enfermedad y la muerte”.
A la noche siguiente, Sidarta esperó a que su mujer y su hijo estuvieran dormidos. Entró silenciosamente en el cuarto, los besó, y volvió a pedir al guarda que lo condujese fuera del palacio. Una vez allí le entregó su espada con un puño lleno de piedras preciosas y su ropa hecha del tejido más fino que la mano humana pudiera tejer, y le pidió que devolviese todo a su padre. A continuación se rapó la cabeza, cubrió su cuerpo con un manto amarillo y partió en busca de una respuesta para los dolores del mundo.
Durante muchos años vagó por el norte de la India, encontrándose con monjes y hombres santos, aprendiendo las tradiciones orales que hablaban de reencarnación, ilusión y pago de los pecados cometidos en vidas pasadas (karma). Cuando juzgó que ya había aprendido lo suficiente, se construyó un refugio en las márgenes del río Nairanjana, donde vivía haciendo penitencia y meditando.
Su estilo de vida y su fuerza de voluntad terminaron atrayendo la atención de otros hombres en busca de la verdad, que vinieron a su encuentro para pedirle consejos espirituales. Pero después de seis largos años, todo lo que Sidarta podía percibir era que su cuerpo estaba cada vez más débil y las constantes infecciones no le permitían meditar como deseaba.
Cierta mañana, al entrar en el río para hacer su higiene personal, ya no tuvo fuerzas para levantarse; cuando se iba a morir ahogado, un árbol curvó sus ramas permitiendo que él se agarrase y no fuese llevado por la corriente. Exhausto, consiguió llegar hasta la orilla, donde se desmayó.
Después pasó por el lugar un campesino que vendía leche y le ofreció un poco. Sidarta aceptó, para horror de los otros hombres que vivían junto a él. Considerando que aquel santo no había tenido fuerzas para resistir la tentación, decidieron abandonarlo inmediatamente. Pero bebió de buen grado, pensando que aquello era una señal de Dios y una bendición de los cielos. (Próximo domingo la segunda y última parte).(O)

Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista
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