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domingo, 31 de mayo de 2015

Perder y ganar en todo momento

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

Perder y ganar en todo momento “ciertas personas solo entienden el sabor de la felicidad cuando consiguen perderla”.

El sabor de perder

Nasrudin vio a un hombre sentado al borde de un camino, con aire de completa desolación.
–¿Qué te preocupa? –quiso saber.
–Hermano mío, no existe nada interesante en mi vida. Tengo dinero como para no tener que trabajar, y estaba viajando para ver si encontraba alguna cosa curiosa en el mundo. Sin embargo, todas las personas que encontré no tienen nada de nuevo para decirme, y solo consiguen aumentar mi tedio.
Al momento, Nasrudin agarró la maleta del hombre y salió corriendo por el camino. Como conocía la región, rápidamente consiguió distanciarse de él, tomando atajos por campos y colinas.
Cuando se distanció, colocó de nuevo la maleta en mitad de la ruta por donde el viajero tendría que pasar, y se escondió detrás de una roca. Media hora después el hombre apareció, sintiéndose más deprimido que nunca por causa de haber encontrado a un ladrón.
En cuanto vio la maleta corrió hacia ella y la abrió, anhelante. Al ver que el contenido estaba intacto, elevó los ojos hacia el cielo con alegría y agradeció al Señor por la vida.
“Ciertas personas solo entienden el sabor de la felicidad cuando consiguen perderla”, pensó Narudin, contemplando la escena.

El sabor de ganar

Un hombre en busca de santidad resolvió subir a una alta montaña llevando solamente la ropa puesta y allí permanecer meditando el resto de su vida.
Pronto se dio cuenta de que esa ropa no era suficiente, puesto que se ensuciaba muy deprisa. Bajó por la montaña, fue hasta la aldea más cercana y pidió otras vestimentas. Como todos sabían que el hombre estaba buscando la santidad, le entregaron un nuevo par de pantalones y una camisa.
El hombre agradeció y volvió a subir hasta la ermita que estaba construyendo en la cima. Pasaba las noches haciendo las paredes, los días entregado a la meditación, comía los frutos de los árboles y bebía el agua de una fuente próxima.
Pasado un mes, descubrió que un ratón acostumbraba a roer la ropa extra que dejaba para secar. Como quería estar exclusivamente concentrado en su deber espiritual, bajó de nuevo hasta la aldea y pidió que le consiguieran un gato. Los aldeanos, respetando su búsqueda, atendieron al pedido.
Pero siete días más tarde, el gato estaba a punto de morir de hambre, porque no conseguía alimentarse de frutas y no había más ratones en el lugar. Así, el hombre regresó a la aldea en busca de leche; como los campesinos sabían que no era para él que, al fin y al cabo, resistía sin comer nada más que lo que la naturaleza le ofrecía, una vez más lo ayudaron.
El gato se acabó rápidamente la leche, de modo que el hombre pidió que le prestaran una vaca. Como esta daba más leche que la que consumía el gato, el hombre empezó a beberla también, para no desperdiciarla. En poco tiempo –respirando el aire de la montaña, comiendo frutas, meditando, bebiendo leche y haciendo ejercicio– se transformó en un modelo de belleza. Una joven que había subido hasta allá para buscar un cordero terminó enamorándose, y lo convenció de que necesitaba una esposa para cuidar las tareas de la casa mientras él meditaba en paz.
Tres años después, el hombre estaba casado, con dos hijos, tres vacas, un vergel de árboles frutales, y dirigía un lugar de meditación, con una gigantesca lista de espera de gente que quería conocer el milagroso “templo de la eterna juventud”.
Cuando le preguntaban cómo había comenzado todo aquello, él decía: Dos semanas después de llegar aquí, solo tenía dos mudas de ropa. Un ratón comenzó a roer una de ellas y... Pero nadie se interesaba por el final de la historia: estaban seguros de que era un sagaz hombre de negocios, intentando inventar una leyenda para poder aumentar aún más el precio de la estadía en el templo. (O)

Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

domingo, 24 de mayo de 2015

La nube y la duna: Más allá del amor

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

Veinte años después, la duna se había transformado en un oasis, que refrescaba a los viajeros con la sombra de sus árboles”.

"Todo el mundo sabe que la vida de las nubes es muy agitada, pero también muy corta”, escribe Bruno Ferrero. Aquí contaremos una nueva historia:
Una joven nube nació en medio de una gran tempestad en el mar Mediterráneo. Pero casi no tuvo tiempo de crecer allí, pues un fuerte viento empujó a todas las nubes en dirección a África.
No bien llegaron al continente, el clima cambió: un sol generoso brillaba en el cielo y abajo se extendía la arena dorada del desierto de Sahara. El viento las continuó empujando en dirección a los bosques del sur, ya que en el desierto casi no llueve.
Entretanto, así como sucede con los jóvenes humanos, también sucede con las jóvenes nubes: la nuestra decidió desgarrarse de sus padres y de sus más viejos amigos para conocer el mundo.
—¿Qué estás haciendo? —protestó el viento. —¡El desierto es todo igual! ¡Regresa a la formación y vámonos hasta el centro de África, donde existen montañas y árboles deslumbrantes!
Pero la joven nube, rebelde por naturaleza, no obedeció. Poco a poco fue bajando de altitud hasta conseguir planear en una brisa suave, generosa, cerca de las arenas doradas. Después de pasear mucho, se dio cuenta de que una de las dunas le estaba sonriendo.
Vio que ella también era joven, recién formada por el viento que acababa de pasar. Y al momento se enamoró de su cabellera dorada.
—Buenos días —dijo—. ¿Cómo se vive allá abajo?
—Tengo la compañía de las otras dunas, del sol, del viento y de las caravanas que de vez en cuando pasan por aquí. A veces hace mucho calor, pero se puede aguantar. ¿Y cómo es vivir allí arriba?
—También existen el viento y el sol, pero la ventaja es que puedo pasear por el cielo y conocer muchas cosas.
—Para mí la vida es corta —dijo la duna—. Cuando el viento vuelva de las selvas, desapareceré.
—¿Y esto te entristece?
—Me da la impresión de que no sirvo para nada.
—Yo también siento lo mismo. En cuanto pase un viento nuevo, iré hacia el sur y me transformaré en lluvia. Mientras tanto, este es mi destino.
La duna vaciló un poco, pero terminó diciendo:
—¿Sabes que aquí en el desierto decimos que la lluvia es el paraíso?
—No sabía que podía transformarme en algo tan importante —dijo la nube, orgullosa.
—Ya escuché varias leyendas contadas por viejas dunas. Ellas dicen que, después de la lluvia, quedamos cubiertas por hierbas y flores. Pero yo nunca sabré lo que es eso, porque en el desierto es muy difícil que llueva.
Ahora fue la nube la que vaciló. Pero enseguida volvió a abrir su amplia sonrisa:
—Si quieres, puedo cubrirte de lluvia. Aunque acabo de llegar, me he enamorado de ti y me gustaría quedarme aquí para siempre.
—Cuando te vi por primera vez en el cielo también me enamoré —dijo la duna—.  Pero si tú transformas tu linda cabellera blanca en lluvia, terminarás muriendo.
—El amor nunca muere —dijo la nube—. Se transforma. Y yo quiero mostrarte el paraíso.
Y comenzó a acariciar a la duna con pequeñas gotas. Así permanecieron juntas mucho tiempo hasta que apareció un arco iris.
Al día siguiente, la pequeña duna estaba cubierta de flores. Otras nubes que pasaban en dirección a África pensaban que allí estaba la parte de bosque que estaban buscando, y soltaban más lluvia. Veinte años después, la duna se había transformado en un oasis, que refrescaba a los viajeros con la sombra de sus árboles. Todo porque, un día, una nube enamorada no había tenido miedo de dar su vida por amor. (O)

Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

domingo, 17 de mayo de 2015

Maravillas chinas: Cultura milenaria

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

Una persona solo consigue desarrollarse si sabe que tiene un lado bueno. Incluso en los momentos de debilidad, es preciso llamar la atención hacia ese aspecto”.

Nunca viajé allí, pero China ya viajó muchas veces hasta mi alma. A través de sus cuentos, sus libros, sus proverbios, sus filósofos, este país viene aportando en el curso de la historia una colaboración invalorable a la cultura humana. A continuación, algunas historias tradicionales chinas:

Del arrepentimiento sincero

El monje Chu Lai era agredido por un profesor, que no creía nada de lo que él decía. Sin embargo, la mujer del profesor era seguidora de Chu Lai y exigió a su marido que fuera a ofrecer disculpas al sabio.
De mala gana, pero sin valor para contrariar a su mujer, el hombre fue hasta el templo y murmuró algunas palabras de arrepentimiento.
“Yo no te perdono”, dijo Chu Lai. “Vuelve a tu trabajo”.
La mujer se quedó horrorizada:
“¡Mi marido se humilló, y usted, que se considera sabio, no ha sido generoso!”.
Respondió Chu Lai:
“Dentro de mi alma no existe ningún rencor. Pero si él no está arrepentido, es mejor reconocer que me tiene rabia. Si yo hubiera aceptado su pedido de perdón, habríamos creado una falsa situación de armonía, y esto aumentaría más la rabia de su marido”.

Cargando lo que ya se dejó atrás

Chu y Wu volvían a su casa después de una semana de meditación en el monasterio. Iban hablando sobre cómo las tentaciones surgen delante del hombre.
Llegaron al margen de un río. Allí una bella mujer esperaba para atravesar la corriente. Chu la tomó en sus brazos, la cargó hasta la otra orilla y continuó su viaje con el amigo.
En un determinado momento, Wu dijo:
“Estábamos hablando sobre la tentación y tú llevaste a aquella mujer en brazos. Fue una oportunidad para que el pecado se instalara en tu alma”.
Chu respondió:
“Mi querido Wu, yo actué con naturalidad. Cargué a aquella mujer a través del río y la dejé en la orilla; pero tú continúas cargándola en el pensamiento, y por eso estás más próximo al pecado”.

El lado bueno siempre escucha

Cuando iba hacia el lago, Confucio siempre pasaba por determinada casa y se detenía para conversar sobre el jardín de la galería, que era el orgullo de su propietario.
A veces el hombre estaba bebido, pero Confucio fingía no prestar atención al hecho y continuaba hablando del jardín.
Un día en que el hombre estaba muy embriagado, un discípulo dijo: “Él no escucha porque su alma está llena de alcohol”.
Confucio respondió:
“Una persona solo consigue desarrollarse si sabe que tiene un lado bueno. Incluso en los momentos de debilidad, es preciso llamar la atención hacia ese aspecto. Por eso yo hablo sobre su trabajo como jardinero y en algún rincón de su alma, él me escucha. Así consigo evitar que la culpa destruya su voluntad de seguir el camino”.

Reflexión

Traducción libre de un fragmento del Tao Te King:
“Hay algo simple y natural que ya existía antes del cielo y de la tierra, y continúa presente, sin cambiar de forma, aun cuando no puede ser medido. Su virtud es suprema y su dirección es: adelante. Seguir adelante significa: ir lejos. Ir lejos significa: retornar al origen. (O)

Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

domingo, 10 de mayo de 2015

Los padres del desierto: Practicar lo aprendido

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

Aquellos que dan un paso nuevo, pero quieren mantener un poco de su antigua vida, terminan dilacerados por los propios recuerdos”.

En el comienzo de la era cristiana, un grupo de ermitaños vivía en torno al Monasterio de Esceta, en Egipto. Varias historias atribuidas a estos monjes se recogieron en el libro Verba Seniorum. Aquí están tres:

Practica lo que aprendiste

Un ermitaño se aproximó al abad Teodoro:
–Sé exactamente cuál es el objetivo de la vida. Sé lo que Dios pide al hombre y conozco la mejor manera de servirlo. Y, aun así, soy incapaz de hacer todo lo que debería.
El abad Teodoro permaneció largo tiempo en silencio, y finalmente dijo:
–Tú sabes que existe una ciudad al otro lado del océano. Pero aún no has encontrado el barco, ni colocado tu equipaje a bordo, ni cruzado el mar.
¿Por qué estar imaginando cómo es y cómo debemos caminar por sus calles? Practica lo que aprendiste, aunque sea poco; y el resto del camino se mostrará por sí mismo.

Aprendiendo a elegir

San Antonio vivía en el desierto cuando se aproximó un joven:
Padre, vendí todo lo que tenía y se lo di a los pobres.
Guardé apenas unas pocas cosas para ayudarme a sobrevivir aquí. Me gustaría que me enseñara el camino de la salvación.
San Antonio le pidió al joven que vendiese las pocas cosas que había guardado y con ese dinero comprase carne en la ciudad. Al regreso, debía traer la carne atada a su cuerpo.
El muchacho obedeció. Al regresar fue atacado por perros y halcones que querían un pedazo de carne.
–Ya he vuelto– dijo el joven mostrando el cuerpo arañado, mordido y sus ropas hechas jirones. ¿Por qué me mandó a hacer esto?
Para mostrar que lo que trajiste de tu pasado no sirve para tu presente. Cuando tengas que escoger un nuevo camino, no traigas experiencias viejas. Aquellos que dan un paso nuevo, pero quieren mantener un poco de su antigua vida, terminan dilacerados por los propios recuerdos.

Cambiando de actitud

Un joven que quería seguir el camino espiritual pidió consejo a un abad del monasterio de Esceta.
–Durante un año, paga una moneda a quien te agreda– le dijo el abad.
Durante doce meses, el muchacho estuvo pagando una moneda cada vez que era agredido. Al finalizar el año, volvió a encontrar al abad para saber cuál era el próximo paso.
–Vete hasta la ciudad a comprar comida para mí.
En cuanto el joven salió, el abad se disfrazó de mendigo y, tomando un atajo que conocía, llegó a la puerta de la ciudad. Cuando el muchacho se aproximó comenzó a insultarlo.
–¡Qué suerte tengo! –comentó el muchacho al falso mendigo– ¡durante un año entero tuve que pagar a todos los que me agredían y ahora puedo ser agredido gratis, sin gastar nada!
Al oír esto, el abad se sacó el disfraz.
–Aquel que es capaz de no importarle lo que los otros dicen es un hombre que está en el camino hacia la sabiduría. Tú ya no te tomas los insultos en serio y, por lo tanto, estás preparado para el próximo paso. (O)

Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

domingo, 3 de mayo de 2015

La necesidad de recibir: No sentirse inferior

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

Parece que el acto de recibir hace que se sientan en una posición inferior, como si depender de otro fuese algo indigno”.

He conocido a muchas personas que se preocupan por los otros, que son extremadamente generosas a la hora de dar, y que sienten un profundo placer cuando alguien les pide un consejo o un apoyo. Hasta aquí, todo bien: es estupendo poder hacer el bien a nuestro prójimo.
En cambio, he conocido a muy pocas personas capaces de recibir algo, aun cuando les sea dado con amor y generosidad. Parece que el acto de recibir hace que se sientan en una posición inferior, como si depender de otro fuese algo indigno. Piensan: “Si alguien nos está dando algo es porque somos incompetentes para conseguirlo con el propio esfuerzo”. O si no: “La persona que me da ahora, un día me lo cobrará con intereses”. O aún, lo que es peor: “Yo no merezco el bien que me quieren hacer”.
¿Por qué actuamos así? Porque nos cuesta entender que este universo está constituido por dos movimientos. El primero es la expansión, rigor, disciplina, conquista; el segundo, es la concentración, meditación, entrega. Basta mirar nuestro corazón (y no es por casualidad que el corazón siempre fue considerado como el símbolo de la vida) para comprender que son estas dos energías las que lo hacen latir, contraerse y expandirse al mismo ritmo. Las numerosas estrellas del cielo están emitiendo luz, pero al mismo tiempo están absorbiendo todo a su alrededor, por aquello que es conocido por los físicos como fuerza de la gravedad. Así, los actos de dar y de recibir, aun cuando sean aparentemente opuestos, forman parte del mismo y continuo movimiento.
No es mejor quien da con generosidad, ni es peor quien recibe con alegría. El amor es, justamente, fruto de estas dos cosas, y una pequeña historia ilustra bien lo que quiero decir:
“Un leñador, acostumbrado al arduo trabajo de derribar árboles, terminó casándose con una mujer que era exactamente su opuesto: delicada, suave, capaz de hacer lindos bordados con los dedos gentiles. Orgulloso de su esposa, él pasaba todo su tiempo en el bosque, haciendo su trabajo para que nada faltase en su casa.
Vivieron juntos durante muchos años, tuvieron tres hijos que crecieron, estudiaron, se casaron y fueron a vivir a lugares distantes, como suele suceder la mayoría de las veces. La pareja continuaba en la misma cabaña, pero mientras el hombre se sentía cada vez más fuerte por causa de su trabajo, la mujer empezó a debilitarse. Ya no bordaba más, perdió el apetito, no hacía sus caminatas diarias, y vio desaparecer toda la alegría de su vida. Su estado de salud se agravó de tal manera que ya no se levantaba más de la cama.
El marido ya no sabía qué hacer. Una noche, cuando una fiebre alta hizo que el rostro de su esposa adquiriera una palidez mortal, él tomó con sus manos fuertes los delicados dedos de su mujer y comenzó a llorar:
- ¡No me dejes! -decía sollozando.
La mujer tuvo fuerzas para decir, en medio de los delirios provocados por la fiebre:
- ¿Pero por qué lloras?
- ¡Porque te necesito!
El brillo en los ojos de la mujer pareció retornar:
- ¿Y solo ahora es que me lo dices? Yo pensé que cuando nuestros hijos crecieron y partieron, mi vida había perdido el sentido. ¡Tú siempre has sido tan independiente!
- Yo tenía vergüenza de recibirlo
-dijo el leñador. -Siempre pensé que no merecía todo lo que hacías por mí.

A partir de ese día, la mujer volvió a recuperar la salud, volvió a caminar por el bosque y a hacer sus bordados. Su vida había vuelto a tener sentido porque alguien la necesitaba. Alguien era capaz de recibir la mejor cosa que podía dar: su amor. (O)

Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista
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