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lunes, 26 de marzo de 2012

En el camino: Mucha fe y motivación

El Alquimista

 
“Esta nube tiene que acabar”, pensaba mientras me afanaba por descubrir las marcas amarillas en las piedras y en los árboles del Camino. Hacía casi una hora que apenas había visibilidad, y yo seguía cantando, para alejar el miedo, mientras esperaba que sucediera algo extraordinario.


Envuelto en tinieblas, solo en aquel ambiente irreal, comencé una vez más a ver el Camino de Santiago (1986) como si fuese una película, en el momento en que se ve al héroe hacer lo que nadie más haría, mientras los espectadores piensan que esas cosas solo pasan en el cine. Pero allí estaba yo, viviendo esa situación en la vida real. El bosque se tornaba más silencioso, y la oscuridad empezó a clarear.

De repente, como en un espectáculo de magia, la oscuridad se desvaneció por completo. Y frente a mí, clavada en lo alto de la montaña, estaba la Cruz. Miré a mi alrededor, vi el mar de nubes del que había salido, y otro mar de nubes. Entre estos dos océanos, los picos de las montañas más altas y la montaña del Cebreiro, con la cruz, sentí un gran deseo de rezar.

A pesar del deseo, no conseguí decir nada. A un centenar de metros más abajo, en una aldea de quince casas y una pequeña iglesia empezaron a encenderse las luces. Un cordero descarriado subió al monte y se puso entre la cruz y yo. Seguí mirando al cielo casi negro, a la cruz y al cordero blanco a sus pies.

– Señor –dije, finalmente–. No estoy clavado a esta cruz, y tampoco te veo a Ti en ella. Esta cruz está vacía y así debe permanecer para siempre, porque el tiempo de la muerte ya pasó. Esta cruz era el símbolo del poder infinito que todos tenemos, clavado y muerto por el hombre. Ahora este poder renace para la vida, porque he recorrido el camino de las personas comunes, y en ellas he encontrado Tu propio secreto.

También Tú recorriste el camino de las personas comunes. Viniste a enseñarnos de cuánto éramos capaces, y nosotros no quisimos aceptarlo. Nos mostraste que el poder y la gloria estaban al alcance de todos, y esta súbita visión de nuestra capacidad fue demasiado para nosotros. Te crucificamos no por ingratitud para con el hijo de Dios, sino porque teníamos mucho miedo de aceptar nuestra propia capacidad. Con el tiempo y con la tradición, Tú volviste a ser solo una distante divinidad, y nosotros volvimos a nuestro destino de hombres.

“No hay pecado alguno en ser feliz. Media docena de ejercicios y un oído atento bastan para conseguir que un hombre haga realidad sus sueños más inalcanzables”. El cordero se levantó y yo lo seguí. Ya sabía adónde me llevaba, y a pesar de las nubes, el mundo se había vuelto transparente para mí. Aunque no pudiese ver la Vía Láctea en el cielo, tenía la certeza de que existía y mostraba a todos el Camino de Santiago. Seguí al cordero, que caminó en dirección a aquella aldea, llamada también Cebreiro, como el monte. Allí, en cierta ocasión tuvo lugar un milagro, el milagro de transformar lo que uno hace en algo en lo que uno cree.

Mientras descendía la montaña, recordé la historia. En un día de gran tormenta, un campesino de un pueblo cercano subió al Cebreiro para oír misa. Celebraba esta misa un monje casi sin fe, que despreció interiormente el sacrificio del campesino. Pero en el momento de la consagración, la hostia se transformó en la carne de Cristo, y el vino en su sangre. Las reliquias siguen allí.

Fui a la pequeña capilla, construida por el campesino y por el monje, que había empezado a creer en lo que hacía. Nadie sabe quiénes eran. Dos lápidas sin nombre en el cementerio de al lado marcan el lugar donde están enterrados sus huesos. Pero es imposible saber cuál es la tumba del monje y cuál la del campesino. Porque, para que sucediera el milagro, era preciso que las dos fuerzas libraran el Buen Combate.

A la fe, a veces, hay que provocarla para que se manifieste.

Texto retirado de: La Revista

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