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domingo, 3 de junio de 2012

¿Puede bajarse? Viajar en avión

Por Paulo Coelho

El Alquimista

“Como he pasado tantos controles de seguridad, retrasos, esperas, gente maleducada, una amenaza de bomba y hasta una evacuación de terminal a causa de una maleta abandonada, no tengo paciencia para discutir”.
En todos los productos y servicios que encontramos en el mercado existe siempre la posibilidad de reclamar, de escoger otra marca, de hacer llegar nuestras quejas a algún órgano de la administración. Pero existe algo más allá del bien y del mal: los viajes en avión.
En el momento en que escribo estas líneas, estoy atravesando un hermoso cielo, bien atendido por los asistentes de vuelo, haciendo un viaje de 45 minutos entre París y Viena. Pero hoy he decidido cronometrarlo todo. Salí de casa dos horas antes, porque se trata de un vuelo internacional. Tuve que esperar, junto con un centenar de pasajeros, 32 minutos en la fila de control de seguridad.
Un señor mayor se quejó, y todo lo que consiguió fue el comentario “si no está contento, puede bajarse”. El señor amenazó con hacerlo, pero todos los que estábamos en la lata de sardinas (autobús del aeropuerto) le suplicamos que no lo hiciera. Un pasajero que, después de haber pasado por facturación, decide finalmente no tomar el vuelo, causa un gran trastorno al resto de los pasajeros y eso puede tener como resultado otra hora de espera, hasta que haya de nuevo un pequeño espacio libre en una cantidad interminable de despegues y aterrizajes.
La compañía con la que suelo viajar me dio hace tiempo una tarjeta muy especial. Se renueva anualmente y me la envían a mi casa en Brasil, pero como hace tiempo que estoy de viaje, todavía no la llevo encima y la que tengo aquí está caducada. Llegué de Kiev, adonde había volado desde Lviv, y ahora estoy camino de Viena; como he pasado tantos controles de seguridad, retrasos, esperas, gente maleducada, una amenaza de bomba y hasta una evacuación de terminal a causa de una maleta abandonada, no tengo paciencia para discutir.
Como dos cowboys del antiguo oeste, nos encaramos. Al final, él parpadea primero y dice que “confía en mí, pero que la próxima vez traiga la tarjeta correcta”. Le respondo que no tengo el más mínimo deseo de que confíe en mí, y que es la primera vez que nos vemos.
Estamos a pocos minutos de aterrizar, tengo que apagar el ordenador. Sobrevolamos París, Suiza. Se me cae el tenedor al suelo; el asistente de vuelo, educadísimo, me trae otro inmediatamente. Pienso en otros problemas habidos este año: la respetable compañía suiza que no tenía siquiera un triste bocadillo que servir, y cuando el señor que había a mi lado empezó a gritar diciendo que hasta en las compañías de bajo coste se puede por lo menos comprar algo para comer, la azafata se puso a llorar.
El agente de aduana que llamó al superintendente, porque mi cara le resultaba muy familiar; ¿en qué lista de personas buscadas estaba? La mujer que le explicaba al señor delante de mí que no podía entrar con su equipaje en la cabina porque eso “podría desequilibrar el avión y hacer que se incline a un lado” (la disculpa más creativa que oí).
Pienso en las dos o tres ocasiones en que decidí presentar una reclamación, y lo único que conseguí fue una carta del presidente de la compañía disculpándose. En cuanto a los aeropuertos, es mejor mantener la calma, no discutir y no amenazar con bajarse del autobús. Solo son 45 minutos de viaje, ¿no?
Claro que no: hoy han sido necesarias casi cinco horas para que estos 45 minutos fueran posibles. Pero si descontamos todo eso (y ya es mucho descontar), en el fondo viajar en avión es maravilloso, y...
Gentilmente me piden que apague el ordenador. Sonrío, pido disculpas, voy a apagarlo. Espero que consigamos una pasarela; otro autobús nos estropearía el día.

Texto retirado de: La Revista



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