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domingo, 14 de agosto de 2011

Árbol de la inmortalidad

Por Paulo Coelho 

El Alquimista


Búsqueda eterna  

“Todas las luchas que entablamos son por causa de los nombres: propiedad, envidia, riqueza, inmortalidad. Pero cuando olvidamos el nombre y buscamos la realidad que se oculta tras las palabras, tenemos todo lo que deseamos, y también paz de espíritu”.


Cuenta el famoso poeta persa Rumi que cierto día, en una aldea del norte de lo que hoy es Irán, apareció un hombre que contaba historias maravillosas sobre un árbol que daba la inmortalidad a quien comiese de sus frutos. La noticia no tardó en llegar a oídos del rey, pero antes de que pudiera preguntar dónde se hallaba tal prodigio de la naturaleza, el viajero había partido.


El rey, sin embargo, estaba decidido a hacerse inmortal, pues quería gozar de tiempo suficiente para convertir su reino en un ejemplo para todos los pueblos del mundo. Cuando era joven, había soñado con hacer desaparecer la pobreza, enseñar la justicia y alimentar a todos y cada uno de sus súbditos. Pero al cabo de poco tiempo se dio cuenta de que ese trabajo duraría más de una generación. Ahora, sin embargo, la vida le daba una oportunidad y él no iba a dejarla escapar.


Encomendó al hombre más valeroso encontrar el árbol, quien partió al día siguiente, llevando consigo dinero suficiente para obtener información, comida y todo lo necesario para alcanzar su meta. Preguntando y ofreciendo recompensas, el hombre recorrió ciudades, atravesó llanuras y escaló montañas. Las personas honestas respondían que ese árbol no existía, los cínicos demostraban un respeto irónico y algunos trapaceros lo enviaban a lugares remotos con tal de conseguir unas monedas a cambio.


Luego de muchas decepciones, el hombre renunció a su búsqueda. Pese a sentir una inmensa admiración por su soberano, iba a regresar con las manos vacías. Sabía que con ello perdería su honor, pero estaba cansado y convencido de que el árbol no existía.


En el camino de vuelta, al subir una pequeña colina, recordó que allí vivía un sabio. Pensó: “No tengo esperanza de encontrar lo que buscaba, pero por lo menos puedo pedir su bendición e implorarle para que rece por mi destino”.


Al llegar frente al sabio, no aguantó más y rompió a llorar. -¿Por qué estás tan desesperado, hijo mío? –preguntó el hombre santo.

-El rey me encomendó la tarea de encontrar un árbol único, uno cuyo fruto nos da la vida eterna. Siempre he cumplido mis tareas con lealtad y coraje, pero esta vez regreso con las manos vacías.


El sabio echó a reír: -Lo que buscas existe y está hecho del agua de la Vida que proviene del infinito océano de Dios. Tu error fue buscar una forma, un nombre.


“A veces eso que buscas se llama ‘árbol’, otras veces, ‘sol’. La podemos llamar cualquier cosa que exista sobre la faz de la tierra. Sin embargo, para encontrar el fruto hay que renunciar a la forma  y buscar el contenido.


“Cualquier cosa en la que está la presencia de la Creación es eterna en sí misma. Nada puede ser destruido; cuando nuestro corazón para de latir, nuestra esencia se transforma en la naturaleza que nos rodea. Podemos convertirnos en árboles, en gotas de lluvia, en plantas, incluso en otro humano.

“¿Por qué detenerse en la palabra “árbol” y olvidar que somos inmortales? Renacemos en nuestros hijos, en el amor que manifestamos para con el mundo, en cada uno de los gestos de generosidad y caridad que tenemos. 

“Regresa y di al rey que no tiene que preocuparse de encontrar el fruto de un árbol mágico: cada actitud suya y cada decisión que tome ahora permanecerán por muchas generaciones. Pídele, por tanto, que sea justo con su pueblo; si hace su trabajo con dedicación, nadie lo olvidará, y su ejemplo influirá en la historia de su gente y estimulará a sus hijos y nietos  a actuar siempre de la mejor manera posible.


“Y dile que todo aquel que busca un nombre, permanecerá  siempre atado a las apariencias, sin descubrir jamás el misterio oculto de las cosas ni el milagro de la vida.

Texto retirado de: La Revista

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