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domingo, 1 de marzo de 2015

Encuentros inexistentes: Personajes lejanos

Por Paulo Coelho 

El Alquimista

En un gesto automático metí la mano en el bolsillo, saqué lo que tenía y se lo di; sentí una profunda paz y agradecí a Dios ese reencuentro sin palabras, esa segunda oportunidad”.

Creo que, por lo menos una vez a la semana nos encontramos delante de algún extraño con quien gustaríamos entablar conversación, pero no nos atrevemos. Hace algunos días recibí una carta sobre este tema enviada por un lector, a quien llamaré Antonio. Transcribo algunos trechos de lo que le sucedió, y luego narro una experiencia mía.

La carta de Antonio

Yo caminaba por la Gran Vía cuando vi a una señora bajita, de piel clara, bien vestida, que pedía limosna a todos los transeúntes. En cuanto me acerqué, me imploró algunas monedas para un sándwich. Como en el Brasil las personas que piden algo siempre llevan ropas viejas y sucias decidí no darle nada y seguí adelante. Su mirada, no obstante, me dejó una sensación extraña.
Fui hacia el hotel, de repente sentí un deseo incomprensible de volver y darle una limosna, yo estaba de vacaciones, había acabado de comer, llevaba dinero en el bolsillo, y debe ser muy humillante quedarse en una calle expuesta a todas las miradas pidiendo algo. Llegué al lugar donde la había visto, pero ya no estaba. Anduve por las calles y nada.
Desde ese día ya no conseguí dormir bien. Regresé a Fortaleza, hablé con una amiga, ella me dijo que se había frustrado una conexión importante y que yo debía pedir la ayuda de Dios; recé, y de alguna manera escuché una voz diciendo que tenía que volver a encontrar a la mendiga. Todas las noches me despertaba llorando mucho y resolví que no podía continuar así. Junté dinero, volví a comprar un pasaje y retorné a Madrid en busca de la mujer.
Comencé una búsqueda sin fin, no hacía nada que no fuera buscarla, pero el tiempo pasaba y el dinero se iba acabando. Tuve que ir a una agencia de viajes para remarcar mi pasaje, ya que estaba decidido a no volver al Brasil hasta que hubiera dado la limosna. Cuando salí de allí tropecé con un escalón y caí en dirección a alguien: la mujer que buscaba. En un gesto automático metí la mano en el bolsillo, saqué lo que tenía y se lo di; sentí una profunda paz y agradecí a Dios ese reencuentro, esa segunda oportunidad. Sé que no volveré a encontrarla, pero cumplí con lo que mi corazón pedía.

La pareja que sonreía (1977)

En aquella época yo estaba casado con Cecilia Macdowell y, como atravesaba un periodo en el que había decidido abandonar todo lo que no me entusiasmara, nos fuimos a vivir a Londres. Vivíamos en el segundo piso de un pequeño apartamento en Palace Street, y teníamos mucha dificultad para hacer amigos. Todas las noches, no obstante, una pareja joven, saliendo del pub (bar) de al lado, pasaba y saludaba, gritando para que bajáramos.
Me quedaba preocupadísimo por los vecinos; jamás bajaba, fingiendo que el asunto no era conmigo. Pero la pareja siempre repetía sus gritos, incluso cuando no había nadie en la ventana. Una noche por fin bajé y protesté por el escándalo. Al momento la risa de ambos se transformó en tristeza; me pidieron disculpas y se marcharon. Entonces, aquella noche me di cuenta de que, aun cuando buscase amigos, estaba más preocupado con el “qué dirán los vecinos”.
Decidí que la próxima vez los convidaría a subir y beber algo con nosotros. Pasé una semana entera en la ventana a la hora en que acostumbraban a pasar, pero no aparecieron. Fui al pub, pero el dueño no los conocía.
Coloqué un cartel en la ventana con el escrito “llamen nuevamente”. Todo lo que conseguí fue que cierta noche un grupo de borrachos empezara a gritar todas las malas palabras posibles y la vecina —con quien tanto yo me había preocupado— terminase quejándose al propietario. Nunca más los vi. (O)

Crédito de foto: @paulocoelho
Texto retirado de: La Revista

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