En muchas de estas columnas he contado historias sufíes, algunas de ellas protagonizadas por Nasrudin –el loco que siempre consigue ser más inteligente que los sabios y que sorprende al lector con sus reacciones.
Hoy me gustaría dejar un poco de lado estas historias y escribir un poco sobre el tema en sí.
La definición enciclopédica describe el sufismo como el esoterismo islámico. Por esta razón, siempre fue muy mal recibido en el mundo musulmán. Se originó alrededor del siglo X, y parte del siguiente principio: a través de una serie de prácticas religiosas poco convencionales, el fiel puede tener una relación directa con Dios. La más común de estas prácticas es la danza, y la transmisión de la filosofía se hace a través de pequeñas leyendas, como las que conté la semana pasada.
El segundo día de mi visita a Irán, me invitaron a presenciar una ceremonia sufí. En un pequeño apartamento de Teherán, con las luces apagadas, las velas encendidas y los instrumentos de percusión sonando, me fue posible presenciar cómo esta tradición espiritual conserva su pureza hasta hoy.
El encuentro comenzó a las nueve de la noche. Durante casi media hora, un hombre, con una voz que parecía salirle del fondo del alma, cantaba en un tono monocorde. Cuando paró de cantar, comenzaron a tocar los instrumentos de percusión, a un ritmo muy semejante al que encontramos en las ceremonias de las religiones afrobrasileñas.
Siguiendo la misma línea ritual de estas religiones que tan bien conocemos, llegó un momento en el que algunos hombres se levantaron (estábamos todos sentados alrededor de un espacio vacío en el medio de la sala) y comenzaron a girar sobre sí mismos.
La ceremonia completa duró una hora, durante la cual los danzarines reían alto, pronunciaban palabras incomprensibles –incluso para los que hablaban persa– y demostraban encontrarse en un profundo trance. Poco a poco fueron parando de girar, la percusión disminuyó, y alguien encendió las luces.
Le pregunté a uno de ellos lo que había sentido.
- He estado en contacto con la energía del Universo –respondió–. Dios ha pasado
a través de mi alma.
- ¿Es necesario hacer algo más? ¿Tener una creencia especial, una práctica constante? –pregunté.
- Según uno de los más importantes teólogos del Islam, el sufismo no es una doctrina, ni un sistema de creencias. Es una tradición de iluminación a través de todo lo que es dinámico.
Abu Muhammad Mutaish dice: “El sufí es aquel cuyo pensamiento camina a la misma velocidad que su pie”. Es decir, que su alma está donde se encuentra su cuerpo, y viceversa. Donde hay un sufí se encuentra también todo lo que él es: el trabajador, el místico, el intelectual, el contemplativo, el que se divierte.
Como decía al principio de estas líneas, la mayor parte de las enseñanzas sufíes se realizan a través de historias populares, llenas de ironía. Para no romper con la costumbre, voy a terminar la columna de hoy con una de ellas.
Nasrudin, el maestro loco del sufismo, tenía un búfalo. Los cuernos separados le hacían pensar que si lograse sentarse entre ellos, sería como estar subido en un trono. Cierto día, cuando el animal estaba distraído, él fue hasta allí y llevó a cabo lo que se proponía. En aquel mismo instante, el búfalo se levantó y lo arrojó lejos.
Su mujer, al ver aquello, se puso a llorar.
“No llores”, le dijo Nasrudin en cuanto logró recuperarse. “He sufrido, sí, pero al menos he realizado mi deseo”.
Retirado de: http://www.eluniverso.com/
http://www.eluniverso.com/2009/04/26/1/1380/1A29929C65BC471FBC45E2991FFC6626.html
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